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14 Acuérdate de , oh Dios, en orden a esto, y no raigas mis misericordias que hice en la Casa de mi Dios, y en sus guardas. 16 También estaban en ella tirios que traían pescado y toda mercadería, y vendían en sábado a los hijos de Judá en Jerusalén.

El documento hallado, descifrado, explicado y comentado por Don Juan Fresco es de época relativamente fresca: como si dijéramos de ayer de mañana. Ya la cultura ibérica indígena había decaído, y España se veía llena de colonias fenicias y aun griegas. Los de Zazinto habían ya fundado a Sagunto, y hacía más de un siglo que habían fundado los tirios a Málaga, Abdera, Hispalis y Gades.

Pero don Mateo, a fuerza de actividad y diplomacia, había logrado que la mayoría de los socios siguiesen pagando las dos pesetas mensuales de la suscripción. Todas las demás instituciones de recreo en que la villa era tan rica, habían desaparecido. Lo que traía preocupados a tirios y troyanos a la sazón era la venida del duque de Tornos.

A cualquiera exhorto, que los sufetes o jueces de Málaga enviasen contra Adherbal, era evidente que los sufetes tirios habían de dar carpetazo, haciendo la vista gorda. No había más recurso que resignarse y aguantarse, o tomar la venganza y la satisfacción por la propia mano. Esto último fue lo que decidió Mutileder con varonil energía.

Una vez decidida la dama a dar el baile de trajes, la gran fiesta de ancha base en que habían de bailar pêle-mêle tirios y troyanos, rancios personajes que figuraban en la Guía y plebeyos burgueses empinados por la Revolución, era necesario encontrar algo nuevo, algo sorprendente que fuera el clou de la fiesta y dejase con la boca abierta a los pobrecillos profanos, a los Martínez y comparsa, convidados espurios que hubiera dicho el tío Frasquito, que cuidaría muy bien ella de barrer de sus salones en cuanto la caritativa empresa de socorrer a los heridos del Norte hubiera dado un buen tanteo a sus repletas bolsas.

Mientras tanto, las gacetillas de La España con Honra y El Puente de Alcolea corrían por todo Madrid, entre las rechiflas, burlas y sarcasmos de tirios y troyanos, capuletos y montescos. ¡Cosa singular!

En vano iba de un lado a otro la marquesa de Butrón, intentando, con su fino tacto y sus delicadas maneras, ahogar en germen aquellos puntillos mujeriles, aquellas vanidades alborotadas que amenazaban dar al traste con la suspirada fusión a duras penas obtenida en el baile de Currita; tan sólo pudo conseguir su ímprobo trabajo colocar a la duquesa de Astorga, mujer bondadosísima, al lado de la excelentísima señora doña Paulina Gómez de Rebollar de González de Hermosilla, cuya colosal figura se destacaba sobre un asiento muy alto, aislada entre tirios y troyanos, silenciosa y pensativa, cual Safo meditando su suicidio en lo alto de la peña de Léucades.

Si la situacion hace de esa ciudad la mas bella y poética población de España, su interior, sus curiosidades y sus tradiciones la hacen tan interesante como simpática y graciosa. Cádiz es una ciudad de origen muy antiguo, pues fue una colonia fundada por los Tirios.

Callaron todos, tirios y troyanos; quiero decir, pendientes estaban todos los que el retablo miraban de la boca del declarador de sus maravillas, cuando se oyeron sonar en el retablo cantidad de atabales y trompetas, y dispararse mucha artillería, cuyo rumor pasó en tiempo breve, y luego alzó la voz el muchacho, y dijo: -Esta verdadera historia que aquí a vuesas mercedes se representa es sacada al pie de la letra de las corónicas francesas y de los romances españoles que andan en boca de las gentes, y de los muchachos, por esas calles.

Nadie se entendía; al ejército se le conocía por la «tropa amadeísta»; la artillería presentaba dimisión en masa; el Maestrazgo ardía, Saballs llamaba «cabecilla» a Gaminde y Gaminde le devolvía el calificativo; los Hierros ordenaban a una compañía entera de ferro-carriles suspender la circulación de trenes; corría en Cataluña moneda con el busto de Carlos VII, y la reina de más tristes destinos, la mujer de Amadeo I, a la cual tirios y troyanos nombraban desdeñosamente «la Cisterna», daba al mundo con terror y lágrimas un mísero infante, y ningún obispo se prestaba a bautizar el vástago regio.