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Maravillas se quedó como espantado y sin maldita la gana de sonreírse; Leto aseguraba que lo había hecho sin intención, pero con trazas de darlo por bien hecho a poco que lo pusiera en duda el apaleado; el Ayudante pedía que se le apuntara el golpe a él porque la bola que saltó había sido la de Leto, y los demás coreaban la porfía como lo reclamaba la pintoresca situación... De pronto callaron tirios y troyanos, y se vio a los jugadores arrojar los tacos, abotonarse apresuradamente camisas y chalecos, volverse Leto de espaldas, recoger de encima de una banqueta su americana, y, muy acelerado, embutir el cuerpo en ella.

Así empezó la cólera de Aquiles, que es lo que cuenta la Ilíada, desde que se enojó en esa disputa, hasta que el corazón se le enfureció cuando los troyanos le mataron a su amigo Patroc quemándoles los barcos a los griegos y los tenía casi vencidos.

Cuando salió al muro a dar las tres voces, los troyanos se echaron en tres oleadas contra la ciudad, los caballos rompían con las ancas el carro espantados, y morían hombres y brutos en la confusión, no más que de ver sobre el muro a Aquiles, con una llama sobre la cabeza que resplandecía como el sol de otoño.

A la vista de las armas de Aquilea, a la vista de los mirmidones, que entran en la batalla apretados como las piedras de un muro, se echan atrás los troyanos miedosos. Patroclo se mete entre ellos, y les mata nueve héroes de cada vuelta del carro. El gran Sarpedón le sale al camino, y con la lanza le atraviesa Patroclo las sienes.

Débiles y todo le parecía hermoso el espectáculo que daban, y los nombres de los enemigos, que los periódicos no se descuidaban de llamar cobardes y traidores, le parecían gloriosos, sucumbían con gloria al pié de las ruinas de sus imperfectas fortificaciones, con más gloria aun que los antiguos héroes troyanos; aquellos insulares no habían robado ninguna Helena filipina.

Una vez decidida la dama a dar el baile de trajes, la gran fiesta de ancha base en que habían de bailar pêle-mêle tirios y troyanos, rancios personajes que figuraban en la Guía y plebeyos burgueses empinados por la Revolución, era necesario encontrar algo nuevo, algo sorprendente que fuera el clou de la fiesta y dejase con la boca abierta a los pobrecillos profanos, a los Martínez y comparsa, convidados espurios que hubiera dicho el tío Frasquito, que cuidaría muy bien ella de barrer de sus salones en cuanto la caritativa empresa de socorrer a los heridos del Norte hubiera dado un buen tanteo a sus repletas bolsas.

Siguiéronle rigurosamente los pocos estómagos agradecidos que hablaron después, hombres de corta talla política y de escasa significación literaria; y ya se daba por terminada la serie, preparándose griegos y troyanos a escuchar con la boca abierta la última, la más solemne de las palabras, la que estaba obligado y dispuesto a pronunciar el héroe de la fiesta, en cuyo aspecto se reflejaban harto claramente las hondas impresiones que le combatían el espíritu en aquel trance de prueba, cuando se levantó don Mauricio Ibáñez.

Este es un momento solemne y crítico en la historia de todos los pueblos pastores de la República Argentina; hay en todos ellos un día en que por necesidad de apoyo exterior, o por el temor que ya inspira un hombre audaz, se le elige comandante de campaña. Es éste el caballo de los griegos que los troyanos se apresuran a introducir en la ciudad.

Eran los viejos troyanos de la Ilíada, que protestan del largo sitio de su ciudad, de la sangre de miles de héroes, de la miseria, todo por culpa de una mujer... Pero pasa Helena ante el «banco de los viejos», majestuosa de belleza, arrastrando sus túnicas de oro, y todos ellos quedan absortos de admiración, lo mismo que si la divina Afrodita acabase de descender á la tierra, y murmuran como una plegaria: «Bien merece lo que por ella sufrimos. ¡Es tan hermosa

Pero Mercurio le dijo que no debía dormir entre los enemigos, y se lo llevó otra vez a Troya sin que los vieran los griegos. Y hubo paz doce días, para que los troyanos le hicieran el funeral a Héctor.