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Tuve que cerrar por un momento los ojos, deslumbrado. ¡Estaba tan hermosa! ¿Estás contento? me dijo, con una mirada tierna y sumisa. Su rostro, al sonreírse, parecía una máscara de mármol. Entonces me sentí aplastado por la felicidad y por la conciencia de mi falta.

Eran los días de la mamá; iban a tener visitas y había que estar presentables, para que las amigas, en vez de sonreírse compasivamente, se mordieran los labios. Cuando volvieron al tocador y se miraron en la clara luna, su alegría reapareció.

Tan pueril y sincera congoja revelaba el semblante de Lucía al pronunciar esto, que la seria boca del viajero hubo de sonreírse nuevamente. ¡Mire usted! añadió ella meneando grave y reflexiva la cabeza ; ¡y yo que pensaba que una mujer en casándose tenía quien la acompañase y defendiese! ¡Quien la diese protección y sombra!

Ese usual cumplido tenía en este sujeto una aplicación tan exacta, que Stein no pudo menos de sonreírse al devolver al militar su saludo.

Después se enderezó; y mirando valientemente a los ojos mismos, grandes, negros y melancólicos, de su interlocutor, respondiole: En eso de rumores públicos, ¡es tan difícil saber a qué atenerse! ¡Se abusa tanto de ellos!... A Cristo le crucificaron, conque figúrese usted. Y Ángel tuvo que sonreírse, porque a ello le obligaron esta salida y la singular expresión de que fue acompañada.

Aquí no podía menos de sonreírse Juanita, a pesar de lo fastidiada que estaba, y luego proseguía: «Cierto que yo no soy mala y que amo a Dios sobre todas las cosas y que me complazco en darle adoración y culto; pero también, ¡qué diantres!, ¿por qué no confesarlo?, también me amo y me doy culto a misma. Quizá sea pecado.

Vió en la sala la multitud rodeando á Simoun, y contemplando la lámpara; oyó varias felicitaciones, exclamaciones de admiracion; las palabras «comedor, estreno» se repitieron varias veces; vió al General sonreirse y conjeturó que se estrenaría aquella misma noche segun la prevision del joyero y, por cierto, en la mesa donde iba á cenar Su Excelencia.

Aquí el teniente se detuvo; una idea burlesca le impulsaba a sonreírse otra vez, pensando que el capitán se hallaba justamente en el caso de declinar hacia la edad madura sin tener que ofrecer a Dios ni qué contar al diablo.

Se golpeaban las espaldas con las manos abiertas, se separaban, mirábanse un momento, se sonreían; y vuelta a abrazarse y a desabrazarse, y a mirarse y a sonreírse... y a todo esto, sin dejar de decirse cosas... «¡Caray, cuánto me alegro! ¡Con qué placer le abrazo, canástoles! ¡Otro, don Alejandro! ¡Con toda el alma, don Adrián!... ¡Si no pasan días por usted, canástoles! ¡Si está usted hecho un mozo, caray!... ¡Hala con otro! ¡Ya se ve que , ja, ja!... ¡Qué don Adrián tan famoso! ¡Vaya con el bueno de don Alejandro!

Y sin embargo, aunque con el corazón lleno de tal terror, no pudo menos de sonreirse al imaginar lo estupefacto que se habría quedado el santo varón y patriarcal diácono ante la impiedad de su ministro. Referiremos otro incidente de igual naturaleza. Yendo á toda prisa por la calle, el Reverendo Sr.