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La pobrecilla temía llegar tarde: había visto desde allá arriba el grimpolón azul, y por él había presumido que estaba el Flash atracado al muelle; y estando atracado al muelle, sería para salir a navegar por alguna parte... «Pues buena ocasión», se había dicho entonces. «Puede que Leto quiera llevarme»; y hala, hala, hala... ¡qué ira le daba aquel pedazo de camino tan escondido del muelle, donde era inútil hacer una seña o dar una voz! ¡Y si entre tanto se largaba el yacht? ¡Y ella que tenía tantas ganas de darse otro paseo en él!

Vio claramente que era locura no seguir el camino por donde la llevaban, que era sin duda el mejor. «¡Hala!, honrada a todo trance. Ya me defenderé de cuantas trampas se me quieran armar».

Sentáronse mis amigos, el viejo joven y el joven viejo, y sacó don Cándido de su faltriquera un legajo abultado. Dos objetos tiene esta visita me dijo: primero, para que Tomasito se vaya soltando en el francés, le he dicho que traduzca una comedia; hala traducido, y aquí se la traigo a usted. ¡Hola!

Martín salió de casa de su cuñado silbando alegremente. Al llegar cerca de su posada, dos serenos que parecían estar espiándole se le acercaron y le mandaron callar de mala manera. ¡Hombre! ¿No se puede silbar? preguntó Martín. No, señor. Bueno. No silbaré. Y si replica usted, va usted a la cárcel. No replico. ¡Hala! ¡Hala! A la cárcel.

ERNESTO. ¡ has roto mi antiguo Rouen...! ¡Borrachón! ¡Pellejo de vino! ¡Un servicio de café que había heredado de mi pobre padre...! CHUPIN. ¡A también me heredaste de tu pobre padre...! ERNESTO. ¡Un rico regalo que me hizo...! ¡Hala...! ¡Has colmado ya mi paciencia...! ¡Vete...! CHUPIN. ¡Está bien...! ¡Volveré cuando estés de mejor humor...!

Esto es... esto dijo ella. Y puso delante de los ojos de su marido un papelito amarillo, que decía: Teatro principal. Palco principal, núm. 7. Esto es que vamos al teatro, al palco del Gobernador militar que, como no tiene familia, casi nunca lo ocupa. Conque, hala, tío, a ponerse de tiros largos; y , Bonis, ven acá, te visto en un periquete.

La víctima no daba acuerdo de , y aprovechando aquel momento el bárbaro señorito, que vio pasar su coche, lo detuvo, montose en él de un salto y ¡hala!, partieron los caballos a escape. Un hombre se había detenido ante los combatientes en el último instante de la reyerta; acercose a Maxi y le miró con recelo. Creyendo que estaba mortalmente herido, no quería meterse en líos con la justicia.

A donde voy es a mi casa, ¡hala...!, a mi casa, de donde me sacaron engañada estas indecentonas, señor, engañada, porque yo era honrada como un sol, y aquí no nos enseñan más que peines y peinetas... ¡Ja ja ja!... Vaya con las señoras virtuosas y santifiquísimas. ¡Ja ja ja!...».

Al día siguiente, muy de mañana, sintieron los dos que les despertaban de un empujón; se levantaron y oyeron la voz de Luschía: Hala. Vamos andando. Era todavía de noche; la partida estuvo lista en un momento. Al mediodía se detuvieron en Fagollaga y al anochecer llegaban a una venta próxima a Andoain, en donde hicieron alto. Entraron en la cocina. Según dijo Luschía, allí se encontraba el Cura.

No hay que perder tiempo gritó Martín, dando una patada en el suelo . Ella sola o con usted. ¡Hala! En seguida. La señorita dejó el fusil a Martín y, en unión de su madre, comenzó a marchar por la carretera. El extranjero y Martín esperaron, luego fueron retrocediendo sin disparar, hasta que, al llegar a una vuelta del camino, comenzaron a correr con toda la fuerza de sus piernas.