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Actualizado: 4 de junio de 2025
Salomón había recapacitado y había visto que, debajo del sol, ni la carrera era de los ligeros, ni la guerra era de los fuertes, ni el bienestar de los listos, ni de los prudentes la riqueza, ni de los elocuentes el favor, sino que todo era caprichoso resultado de la ciega fortuna. Y hallándose su alma en tan doloroso estado, fue cuando Adherbal le presentó a Echeloría.
Imagine el pío lector qué desesperación no sería la de Mutileder cuando en seguida supo de buena tinta que Adherbal, viendo que urgía darse a la vela, y llegar pronto al Océano, para no desperdiciar la monzón, favorable entonces a los que iban a la India, había salido en posta, con dromedarios que de trecho en trecho estaban ya preparados y escalonados en el camino, a fin de verse cuanto antes en el puerto de Aziongaber, orillas del mar Bermejo.
Si olvidaba a Echeloría para amarte era yo un perjuro, y si no te amaba, para seguir amando a Echeloría, un falso, un estafador y un ingrato. Situación tan horrible y poco digna no podía durar. El cielo ha estado benigno conmigo, aunque no lo merezco, proporcionándome ocasión de dejarte con razonable motivo, sin que puedas tú tildarme de galán sin entrañas. Adherbal no está en Tiro.
Preocupado con estos pensamientos de venganza, y como hombre que va a su negocio y que no viaja a lo touriste, Mutileder no quiso visitar las curiosidades de Jerusalén ni enterarse de nada de lo que allí sucedía, a no ser del paradero de Adherbal.
Para evitar prolijidad no se ponen aquí las lamentaciones que hicieron ambos a dúo. Lo que importa saber es que Mutileder y su suegro, después de maduro examen, reconocieron que era inútil quejarse del rapto a las autoridades de Málaga, las cuales no les harían caso, o si les hacían caso, nada podrían contra un marino tan mimado en Tiro, como Adherbal lo era.
Creyó entonces Mutileder que Adherbal se había llevado consigo a Echeloría para que fuese ornamento principal de la nave capitana, desde donde había de mandar la flota; y su rabia rayó en tal extremo, que pateó, juró, bufó, blasfemó, y hasta hubo de arrancarse a tirones algunos de los rizos hermosos y rubios que coronaban su cabeza.
En vez de afligirse de haber sido ella robada por Adherbal y enamorada luego de Salomón, y él de sus infidelidades con Chemed y con Guadé, dieron gracias a los propicios hados que de aquella manera y por tan ocultos caminos los habían salvado de un crimen feísimo, que tal le hubieran cometido si llegan a casarse.
Tres días antes de la llegada de Mutileder y de Chemed, Adherbal se había puesto en marcha para tomar el mando referido. Adherbal debía pasar por Jerusalén. Mutileder no pensó más que en perseguirle y alcanzarle, antes de que se embarcara para tan larga navegación, de la que sabe Dios cuándo volvería.
Una mañana muy temprano levó anclas su nave y zarpó del puerto de Málaga, después de despedirse él para Tiro. Fuera ya la nave del puerto, se quedó, muy cerca de la costa, hacia el Oeste, dando bordeadas como para ganar mejor viento. Así trascurrieron algunas horas, hasta que llegó aquélla en que la gentil Echeloría bajaba a bañarse en la mar. Entonces saltó Adherbal en una lancha ligerísima con ocho remeros pujantes y otros dos hombres de la tripulación, grandes nadadores y buzos, y de los más ágiles y devotos a su persona. Con la lancha se acercó cautelosamente, ocultándose en las sinuosidades de la costa y al abrigo de las peñas y montecillos, hasta que llegó cerca del lugar donde Echeloría se bañaba, creyéndose segura y con el más completo descuido. Los nadadores se echaron entonces al agua, zambulleron, surgieron de improviso donde Echeloría estaba bañándose, se apoderaron de ella a pesar de sus gritos, que pronto terminaron en desmayo causado por el suato, y en aquella disposición, hermosa e interesante como una ondina, se la llevaron a la lancha, donde Adherbal la recibió en sus brazos, y luego la condujo a bordo de su nave.
Bastaba ver de refilón a Mutileder para hacerse cargo de que era capaz de deslomar a cualquiera de un garrotazo, si llegaba a descomponerse un poco con la hermosa y cándida Echeloría. Adherbal, como queda dicho, era prudente, pero era obstinado también, emprendedor y ladino. Echeloría no produjo en él una impresión fugaz y ligera, sino profunda y durable.
Palabra del Dia
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