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Actualizado: 12 de mayo de 2025


Gustaba de ocupar posiciones superiores a las que merecía, y recostaba en el marco de los espejos su cabeza calva y lustrosa. Usaba gafas, y su nariz pequeña podría pasar por signo o emblema de agudeza. Entornaba los ojos cuando daba una respuesta difícil, como hombre que quiere reconcentrar bien las ideas.

Y la comida dió principio, ceremoniosa, fría, con largos intervalos de silencio. Todos estaban cohibidos, aplastados por la grandeza del personaje que tenían delante. Este ostentaba una calva lustrosa que le tomaba casi toda la cabeza. Los pocos cabellos de la parte posterior y de los lados eran negros a pesar de sus cuarenta y seis años. Sus menores gestos eran observados con atención idolátrica.

Un gemido de dolor, una lágrima sola, traspasan una coraza de hierro cuando el corazon que late debajo de ella es varonil y generoso; pero no hay coraza mas impenetrable á las saetas de la caridad que un pecho embriagado de perfumes, avezado á femeniles afeites y cubierto de lustrosa seda. El pecho del hombre estragado en los deleites es la losa de un sepulcro vacío.

El práctico comprende que aun es útil en algunos casos de gastro-atonía y en varias hemorragias de los viejos y personas debilitadas; en ciertos casos de gota irregular, aun con irradiaciones á las vísceras, cuando en el dedo gordo del pié hay dolores y rubicundez lustrosa, indicada entre los síntomas de la alúmina.

Y cayó otro proyectil, un frasco vacío, que explotó como una bomba. La muchacha echó a correr escalera arriba, a tiempo que salía del comedor misia Casilda, con su cara de muñeca sin expresión, tan rosada y lustrosa que de porcelana parecía, y el pelo partido al medio y recogido detrás de las orejas, ennegrecido y pegado a la frente por el cosmético. ¿Qué hay? ¿qué escándalo es éste?

Sentáronse los tres en sillas de lustrosa madera, y doña Manuela, por costumbre, habló de los negocios y de lo malos que estaban los tiempos; eterno tema alrededor del cual giran todas las conversaciones de una tienda. Don Antonio sacaba a luz todo un arsenal de afirmaciones que, a fuerza de repetidas, habían pasado a ser lugares comunes. Mal iba todo, y la culpa la tenía el gobierno, un puñado de ladrones que no se preocupaban de la suerte del país. En otros tiempos se vendía bien el vino, tenían dinero los del arroz, y el comercio daba gusto.... ¡Santo cielo! ¡Pensar el paño negro y fino que él había vendido a la gente de la Ribera, las mantas que despachaba, los mantones y pañuelos que se habían empaquetado sobre aquel mostrador...! ¡Y todos pagaban en oro...! Pero ahora, ¡las cosechas no tenían salida, no había dinero, el comercio iba de mal en peor y las quiebras eran frecuentes!

¿Y de quién era? preguntó la viuda con curiosidad ansiosa. De una tal Clarita. Pero ¡qué carta, doña Manuela! ¡Qué cosas tan indecentes había en ella! Parece imposible que hombres honrados y con hijos puedan leer tales porquerías. Y la pobre mujer ruborizábase, mostrando en su cara nacida y lustrosa de monja enclaustrada la misma expresión de vergüenza que si fuese ella la autora de la carta.

Parece que San Francisco Xavier, antes que los Superiores, le destinó para esta empresa, pues viéndole éstos dotado de gran talento y feliz ingenio para las cátedras, aunque con increíble dolor del buen Padre, le habían aplicado á ellas; pero no tardó mucho en que se vieron precisados á mudar de parecer, porque siéndole al humildísimo Padre de intolerable peso esta lustrosa ocupación, no podía recabar con súplicas y lágrimas le aliviasen de ella, con que recurrió al asilo de San Francisco Xavier, suplicándole con muchas lágrimas el cumplimiento de sus deseos.

¡Abreme decía la señora, aporreando la puerta, ábreme: no hagas escándalo, Quilito, no me faltes al respeto! Abreme. Quilito abrió. Entró la tía, su cara de muñeca más lustrosa que de costumbre, sin las chapas de color en ambas mejillas, porque el disgusto las había borrado, y siguió al sobrino hasta la alcoba.

Era un muchacho guapo, moreno, con nariz aguileña, barba negra y lustrosa; una de esas cabezas gallardas, audaces y de enérgica belleza varonil que se ven con frecuencia en las tribus bohemias. En su porte y en su traje notábase la tendencia «flamenca» amalgamada con la fría corrección burguesa. La educación del hogar confundíase con las costumbres de una vida de estúpidas aventuras.

Palabra del Dia

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