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Actualizado: 23 de junio de 2025


Estos remordimientos, esta compunción y este sonrojo por la culpa tenían, sin embargo, bastante de sabroso y de dulce. ¡Ay, cuán pronto se trocó todo ello en amargura cuando oyó Mutileder lo que en Jerusalén se decía de público en calles y plazas! Para saber lo que se decía conviene tomar las cosas de atrás y entrar en algunas explicaciones.

Con este favor, pronto subió Mutileder a capitán de una compañía de filisteos, rubios casi tanto como él, y que formaban parte de la guardia real. Lo que no pudo conseguir fue ver a Echeloría. ¿Quién sabe si la misma gentileza de Mutileder sería óbice para que entrase él en el número de los sesenta, no hiciera el diablo que inquietase a las damas en vez de aquietarlas?

La tomó el paje, y, ya con ella, alumbró a Mutileder, y mostrándole el camino, le dijo que le siguiera. Subieron ambos por una estrecha y larga escalera de caracol: llegaron luego a otra puertecilla; la abrió el paje; levantó un tapiz que había detrás, y él y Mutileder penetraron en una sala espaciosa y bien iluminada.

Ya veremos cuando me encuentre con Adherbal si amo a Echeloría o si no la amoEstas y otras sutilezas y quintas esencias alambicaba, fraguaba y se representaba Mutileder para justificarse; pero, como hemos dicho, no lo lograba nunca.

Vamos, no es posible explicar cómo eran. Chemed tenía cerca de treinta y cinco años. Mutileder no había conocido a su madre. No sabía lo que era la amistad y el cariño de la mujer. ¡Pobrecito mío! exclamaba Chemed. ¡Pícaro Adherbal! No paga con la vida el mal que te ha hecho. Haces bien en querer vengarte y salvar a Echeloría de las garras de ese monstruo.

Chemed tenía además mucho chiste y felicísimas ocurrencias: decía mil graciosos disparates; y Mutileder se regocijaba y reía sin poderlo remediar; pero, cuando estaba sólo, amarga melancolía se apoderaba de su alma, pensamientos crueles le atormentaban, y algo parecido a remordimientos le arañaba el corazón, como si fueran las uñas de un gato, o digamos mejor, de un tigre.

Cuenta la historia que Mutileder, en el instante de hacer aquel juramento, estaba tan hermoso que no podía ser más.

Mutileder hablaba entre dientes, lanzaba desconsolados suspiros, manoteaba y hasta se golpeaba y pellizcaba sin compasión, y solía exclamar: «¡Qué diablura! ¡Qué diabluraEn presencia de Chemed o se olvidaba de su dolor o le refrenaba y disimulaba.

Mutileder, que venía de salones donde había mucha luz, nada veía al principio, e imaginó que el salón en que acababa de entrar estaba a oscuras; pero sus pupilas se dilataron muy pronto, y notó que una luz velada y dulce iluminaba aquella estancia, difundiéndose desde el seno de tres lámparas de alabastro.

Su cabeza, echada atrás con arrogancia, y destocada, lucía copiosa y rubia cabellera, que flotaba en rizos graciosos a merced de la brisa; sus piernas y sus brazos desnudos, contraída entonces la musculatura por la energía de la actitud, daban envidia a los de Hércules mancebo. Todo en Mutileder era beldad, elegancia, brío y donosura.

Palabra del Dia

irrascible

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