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El seráfico arcangelillo se asustó al verse solo conmigo en lugar extraño... ¡No les gusta más que la sacristía!... Lloró, rabió, quiso matarse, escandalizó la casa de aquella ilustre doña Mónica a donde la llevé... Jamás me ha pasado otra como esta... ¡Pobre gatita, cómo mayaba! ¡Qué lastimeros ayes! ¡Qué gritos para clamar por su honor!... Nada; es preciso ser fraile o sacristán... En fin, ya está otra vez en su casa, a donde acabo de llevarla sigilosamente, lo mismo que la saqué... Señora doña Inesita, veo que es usted mujer resuelta... Usted se ha echado a la calle con este insigne mancebo... No hay que hacer aspavientos de honor y demás bambolla... La señora condesa me lo ha contado todo esta tarde desde la cruz a la fecha... Ella quería que yo me comprometiese a librarla a usted de su cautiverio, y convine en ello... Pero ustedes lo han sabido arreglar.

Yo entiendo la religión y la moral a mi manera; una manera muy sencilla... muy sencilla.... Me parece que la piedad no es un rompe-cabezas.... En suma, Anita ya sabe usted que ha escrito versos es un poco romántica. Eso no quita que sea una santa; pero quiere traer a la religión el romanticismo, y yo ¡guarda, Pablo! no me encuentro con fuerzas para librarla de ese peligro. A usted le será fácil».

Echeloría, por naturaleza y por arte, por herencia y por conquista, era un primor. Y Mutileder, que con razón la adoraba, no la lloró perdida, con femenil amargura, sino que, agitando su garrote y haciendo crujir la honda con chasquidos estruendosos, juró buscar a su amada, librarla del raptor, y vengarse de éste descalabrándole de una buena pedrada o moliéndole a palos.

Pero no pudieron marchar tan pronto porque la hija de don Santos cayó desmayada. La bajaron a la tienda, para librarla de los gritos furiosos y de las injurias de su padre. Quedó el campo por don Pompeyo, que volvió a sus paseos y después fue a la cocina a espumar el puchero miserable de don Santos. «Allí no había más caridad que la de él.

¡Míralos cómo bajan la cabeza esos malditos! ¡Si nos tuvieran entre sus uñas ya estarían más contentos los muy arrastrados! ¡Gritad ahora viva Carlos Séptimo, tunantes! Pero con quien más se ensañó el furor popular fue con María. Ni su juventud, ni su belleza, ni su debilidad fueron parte a librarla de feroces y asquerosos insultos. ¿Quién es la mujer que viene entre ellos?

Ella se levantó de un salto y se echó para atrás: ¡No me toque usted! Yo sentí que mi inmenso amor chocaba contra un odio implacable. ¡Bueno! ¿La causo horror? la dije. ¡Y lo ama usted a él! Y aun cuando en realidad quisiera usted matarse, no lo haría, porque teme el juicio de su Dios. Yo quiero librarla a usted de esa pena!...

Empezó por no tomarla muy a pechos y por no importársele mucho que el ratoncito Pérez creyera o no lo que ella decía. Ya estaba resuelta a explicar sus irregularidades con la incontrovertible lógica del porque , cuando un acontecimiento gravísimo vino a librarla de aquella pena, porque el aduanero se volvió como tonto y olvidó completamente sus papeles.

Pidió á Dios que hiciese un milagro para librarla de la deshonra, de una deshonra á que ella no había dado lugar, sino siendo mujer, cuando oyó dos golpes recatados en la puerta de escape de la habitación inmediata. Doña Juana detuvo el aliento y escuchó de nuevo. Pasó algún tiempo y los dos golpes se repitieron.

Vais a pasar por una prueba suprema, Marta, y tiemblo al pensar que os falten las fuerzas necesarias. ¿Qué nuevo dolor me espera? No importa, mi valor no sucumbirá. ¡Fatales ilusiones! suspiró la campesina . Sois tan dichosa en poder saborear el amor de vuestra hija, que lo olvidáis todo y no hacéis más esfuerzo para librarla de su triste esclavitud.

Pueda también comprender, lo que es para una verdad indiscutible, que este don, ante todo, tiene por objeto conservar el alma de la madre en estado de gracia y librarla de los abismos profundos del pecado en que de otro modo Satanás la hubiera hundido.