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Aunque el amor y la admiración de la belleza no respondiesen a una noble espontaneidad del ser racional y no tuvieran con ello suficiente valor para ser cultivados por mismos, sería un motivo superior de moralidad el que autorizaría a proponer la cultura de los sentimientos estéticos, como un alto interés de todos.

Casi lloro cuando los veo en el banquillo. Otros son los que me han hecho mal. Si el mundo se convirtiera en una sola persona, si todos los desconocidos que me robaron a los míos con su desprecio y su odio tuvieran un solo cuello y me lo entregaran, ¡ay, cómo apretaría!... ¡con qué gusto!...

Socorrido y protegido por Enrique IV, se creía obligado, como en efecto lo estaba, á conducirse como verdadero vasallo de éste, aun cuando las circunstancias del compromiso que le ligaba al Rey de Francia tuvieran la consecuencia de ir directamente contra los intereses de su antigua patria.

El jefe miró con desprecio a las turbas; y Pepe, que iba como alférez en su puesto, pensó que acaso tuvieran razón los que dicen que el pueblo es indigno de la libertad.

No tuvo Santa Cruz más remedio que ceder a la exigencia de aquel maldito inglés, y tomando de sus manos la copa, decía a media voz: «Valiente curdela tienes ». Pero el inglés no entendía... Jacinta vio que aquello se iba poniendo malo. El inglés llamaba al orden, diciendo a los más jóvenes con su boquita cerrada que tuvieran fundamenta.

Bajaba los escalones, uno a uno, deteniéndose, apoyándose en el pasamano, y las lágrimas le caían gota a gota, sobre la falda negra; ese movimiento rencoroso de todo el que sufre, contra la indiferencia del mundo exterior, experimentólo la señora al ver el cielo tan puro y el sol tan brillante, cual si no tuvieran noticia de la desgracia ocurrida y de la más tremenda que se preparaba.

Dejo de referir otras muchas flores, porque a decirlas todas me tuvieran más por ramillete que por hombre; y también, porque antes fuera dar que imitar que referir vicios de que huyan los hombres. Mas quizá declarando yo algunas chanzas y modos de hablar, estarán más avisados los ignorantes y los que leyeron mi libro serán engañados por su culpa.

¡Matarse! dijo por fin. ¿No le parece, Rafael, que es una tontería? ¡Y matarse por una mujer! ¡Como si las mujeres tuvieran la obligación de amar a todos los que creen amarlas!... ¡Qué imbécil es el hombre! Hemos de ser sus siervas; hemos de quererle forzosamente, y si no, se mata por fatuidad. Calló unos instantes. ¡Pobre Maquia!

Todos tenemos algo de calaveras, más o menos. ¿Quién no hace locuras y disparates alguna vez en su vida? ¿Quién no ha hecho versos, quién no ha creído en alguna mujer, quién no se ha dado malos ratos algún día por ella, quién no ha prestado dinero, quién no ha debido, quién no ha abandonado alguna cosa que le importase, por otra que le gustase, quién no se casa en fin?... Todos lo somos; pero así como no se llama locos sino a aquellos cuya locura no está en armonía con la de los más, así sólo se llama calaveras a aquellos cuya serie de acciones continuadas son diferentes de las que los otros tuvieran en iguales casos.

Yo hablé con hombres de estos, recién llegados al valle tras de muchos meses de ausencia de él, y no hallé la menor diferencia que los distinguiera en el vestir ni el hablar, ni en la manera de conducirse en todo, de sus otros convecinos; ni tampoco he hallado después, buscándolas de intento, muy notorias señales de que les interese, fuera de sus hogares, más que el asunto que los saca de ellos, como si sólo tuvieran ojos y corazón para ver y sentir el terruño nativo.