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¡Muy bien! respondió Nieves, fascinada por el lance, con los ojos voraces, la boquita entreabierta y palpitantes las rosadas ventanillas de la nariz. El barco había entrado en su andar desembarazado y franco; y ciñendo siempre para ganar terreno hacia fuera, no cesaba de inclinarse.

Aquella misma tarde quiso Fernando examinar de cerca a su ahijado, y en su propia cámara, hundido él en su poltrona, puso al recién nacido sobre sus rodillas, abrióle la boquita con un dedo, y metióle su nariz de pura raza borbónica, como si quisiera examinarle la embocadura del esófago.

Su boquita de ángel se entreabrió un momento para dejar escapar su secreto, como deja escapar una flor su fragancia, y de nuevo tornó a bajar los ojos, poniéndose más y más encarnada, y guardando silencio, con una cándida sonrisa dibujada sobre los labios. Pero, tontita, ¿no lo adivinas?... Es que se acabó ya el colegio, que te vas a venir conmigo.

Carlos Raynal, huérfano desde la cuna, no recordaba más parientes que aquella tía Liette que le había recogido antes de que su boquita sonrosada hubiese balbucido el nombre de «mamá» cuya dulzura no debía jamás saborear.

¿Qué sucedió entonces?... ¿Comprendió realmente aquel ángel de seis años el encargo de su abuela? ¿Habló por su inocente boca el ángel de la guarda de Diógenes?... Es lo cierto que la niña, sin asustarse de aquella horrible cabeza desgreñada, en que se pintaba ya la agonía de la muerte, sin mostrar repugnancia al asqueroso vaho que exhalaba el sudor del enfermo, hundió sus rosadas manitas en las blancas patillas del viejo, y tirando de ellas a medida que hablaba, según su antigua costumbre, díjole muy bajo, poniendo sobre el oído de él su roja boquita: Teno biscochos de Mendaro y te daré uno... Y no me traíste la muñeca que dicía papá y mamá; pero mamá abuela me compró un niño llorón grande, grande... Y dice mamá abuela que te vas a morí, y si quieres confesá... y yo rezaré por ti cuando rece por mi papá y por mi mamá y por el abuelito, que están en el cielo... Y yo iré también... ¿ quieres i?... ¡Pues confiesa!...

Dice tu mamá que te estoy mimando mucho. Toma, golosa le dijo él alargándole un pedazo de tortilla en el tenedor. Después de comérselo, la Delfina corrió al comedor. Al poco rato volvió riendo. «Aquí te tengo reservada esta pechuga de calandria. Toma, abre la boquita, nena». La nena cogió el tenedor, y después de comerse la pechuga, volvió a reír. ¡Qué alegre está el tiempo!

Rodeada de su padre, su madre, sus hermanitos y miss Mary, ella seguía en su labor como una brujita, teje que teje, teje que teje, teje que teje... Por su boquita, contraída por la atención, acechaba su lengua a manera de una curiosa que se asoma por la ventana. Sus pequeñas manos parecían dos arañas de cinco patas, apuradísimas en reconstruir una tela rota por el viento.

No hay tal cosa: la boquita que llamaban de piñón era naturalmente pequeña, como aquella a que se refiere el Romancero general, fol. 253: «Vna boca, chica era; que con vn piñón se mide, segura de que haya otra que assi enamore y cautiue»; pero el texto se refiere a una boca achicada artificiosamente. Quien ve el riñón de un corderillo, ve una boca de esas frunciditas y amaricadas.

No revelaba aptitudes de habilidad mecánica como su papá. Era más bien un hábil destructor de cuanto caía en sus manos. Durante aquellas tareas de fuerza, echaba de su boquita blasfemias y ternos aprendidos en la calle.

Abrió la boquita... dos muecas, con los ojos entelados, y dobló el cuello.... Lo mismo que un pajarillo... lo mismo. Y lloraba, repitiendo tenazmente la semejanza entre su hijo y los pájaros que caían en invierno muertos de frío. El campanero miraba sombríamente a Gabriel. que lo sabes todo: ¿verdad que ha muerto de hambre?