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Los viejos, hombres de una sola idea, no pueden comprender que se vivan todas las ideas. ¿Que los jóvenes no tienen ideas fijas? ¡ precisamente no tener una idea fija es tenerlas todas, es gustarlas todas, es amarlas todas!

El que no esperaba nada, el que estaba desengañado, triste hasta la muerte, era don Saturnino Bermúdez. «¡Así eran las mujeres! ¡así era singularmente aquella mujer! ¿Para qué amarlas? ¿Para qué perseguir el ideal del amor? O, mejor dicho, ¿para qué amar a las mujeres vivas, de carne y hueso?

Harto que no es así, que no es ésta la verdadera doctrina; que el amor divino es la caridad, y que amar a Dios es amarlo todo, porque todo está en Dios y Dios está en todo por inefable y alta manera. Harto que no peco amando las cosas por el amor de Dios, lo cual es amarlas por ellas con rectitud; porque ¿qué son ellas más que la manifestación, la obra del amor de Dios?

Esto que digo de visitar talleres ajenos no significa precisamente una labor crítica, que si así fuera yo aborrecía tales visitas en vez de amarlas; es recrearse en las obras ajenas sabiendo cómo se hacen o cómo se intenta su ejecución; es buscar y sorprender las dificultades vencidas, los aciertos fáciles o alcanzados con poderoso esfuerzo; es buscar y satisfacer uno de los pocos placeres que hay en la vida, la admiración, a más de placer, necesidad imperiosa en toda profesión u oficio, pues el admirar entendiendo que es la respiración del arte, y el que no admira corre el peligro de morir de asfixia.

Debió existir en aquellos siglos una competencia terrible de boato y esplendor entre las damas, pues Plinio, literato oficial de Trajano, pero austero y solemne moralista, a pesar de su adulación forzosa al gran emperador, dice en un pasaje de sus «Cartas»: «Supuesto que los hombres han mirado siempre como una obligación, dictada por la misma Naturaleza, el complacer a las damas, amarlas y servirlas, se han visto también precisados a sufrir algunos excesos en que les ha hecho caer su natural propensión a adornarse y a emplear en su servicio las mayores preciosidades de la Naturaleza»: Alude Plinio en estas palabras inmortales a las perlas que las señoras romanas usaban como castañuelas.

Yo no había asistido a una misa desde mi juventud, y había perdido con la costumbre de mi niñez la unción que inspiran los sentimientos de la infancia, el ejemplo de piedad de los padres y la fe sencilla de los primeros años. Así es que había desdeñado después asistir a estas funciones, profesando ya otras ideas y no hallando en mi alma la disposición que me hacía amarlas en otro tiempo.

¡Matarse! dijo por fin. ¿No le parece, Rafael, que es una tontería? ¡Y matarse por una mujer! ¡Como si las mujeres tuvieran la obligación de amar a todos los que creen amarlas!... ¡Qué imbécil es el hombre! Hemos de ser sus siervas; hemos de quererle forzosamente, y si no, se mata por fatuidad. Calló unos instantes. ¡Pobre Maquia!

Un parque de eucaliptos rodeaba el espacioso y antiguo caserón de la estancia, hecho al estilo colonial: gran patio con aljibe en el medio y un techo de tejas recaído sobre la galería exterior. Era el señor Molina un hombre de hábitos señoriles y sencillos. Apegado al recuerdo del Buenos Aires viejo, aceptaba, sin amarlas, todas las innovaciones modernas y el espíritu de las actuales costumbres.