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Este que era un hombrecillo, flaco, rasurado, de aspecto tímido e inofensivo, empleado en el Tribunal de Cuentas, guardaba bajo capa de cordero un corazón de lobo. Jamás se vio un nombre más exigente para las patatas fritas y el chocolate. Doña Mónica temblaba en su presencia como la hoja de un árbol.

En cuanto aparecía por allí doña Mónica se ponía a hacer guiños a aquél con tan poco disimulo, acompañándolos de una tosecilla tan falsa y burlona, que la buena señora enrojecía de indignación, y tanto llegó a irritarse que, aun perdiendo las cinco pesetas cada día, pensó en arrojar a aquel insolente de su casa. Los pensamientos de Barragán eran más altos, como ya sabemos.

Sabía que San Agustín había sido un pagano libertino, a quien habían convertido voces del cielo por influencia de las lágrimas de su madre Santa Mónica. No sabía más. Dejó caer el plumero con que sacudía el polvo; y en pie, bañados por un rayo de sol su cabeza pequeña y rizada y el libro abierto, leyó las primeras páginas. Don Carlos no estaba en casa.

Doña Mónica, sorprendida y confusa, no supo qué responder. Vamos, decídase usted, señora. ¡O uno u otro! La patrona vaciló unos instantes, dirigió una mirada compasiva a Barragán que inmóvil, con el tenedor suspendido sobre el plato miraba estupefacto al empleado, y profirió con trabajo: Pues bien, señor de Freire, si he de decirle la verdad... prefiero que se quede el señor de Barragán.

Doña Mónica, la patrona que le tenía alojado por la módica cantidad de tres pesetas cincuenta céntimos diarios en un cuarto de la calle de las Hileras, le aconsejaba prudentemente «que no hiciese caso y comiese», pero él no podía seguir este consejo prosaico al menos en su primera parte.

Una coincidencia. ¿Rubia, con ojos azules? ¡Hay tantas! Mónica presenciaba, respetuosamente callada, la actitud pensativa de su amo; y al cabo de unos minutos, creyendo que estorbaba, se despidió: ¿Tiene el señor algo que mandarme? Nada, Mónica, gracias. Que se mejore el señor.

Don Pantaleón era el Padre Eterno, D.ª Carolina la esposa del Padre Eterno, Presentación un ángel, y hasta la cocinera Rita guardaba alguna semejanza con Santa Mónica, madre de San Agustín. En cuanto a Carlota, era la misma Virgen Santísima concebida sin mancha en el primer instante de su ser natural. No se saciaba de mirarla.

Benigno, a quien el retiro de su amo tenía la libertad mermada, le propuso llamar a Mónica, la incomparable cocinera que en situaciones menos graves había restaurado sus fuerzas. Don Juan le preguntó: ¿Recuerdas dónde vive? No, pero lo preguntaré. Bueno. Haz lo que quieras.

Mónica seguía: Yo tengo la tema de que los señores se gastan ustés el dinero con las que valen menos: toos los cabayeros de Madrid se están ustés arruinando por docenas de mujeres perdías y las mejores se las dejan pa los estudiantillos y los horteras. ¡Hay por ahí ca menestral, y ca señorita cursi..., y ustés gastándose el dinero con unos plumeros!

Le hablaba siempre en tono protector o despreciativo, apenas contestaba a su saludo cuando le daba los buenos días por la mañana y se reía en presencia de doña Mónica y la criada de sus luengas barbas. Aquí estaba el toque probablemente de su furiosa antipatía. Las barbas de Barragán crispaban al tirano y más de una vez había amenazado con ir a cortárselas por la noche mientras durmiese.