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Vestía frac azul con botón dorado, chaleco floreado, pañuelo de seda negro enrollado al cuello, pantalón ceñido con trabillas y el sombrero blanco de copa alta. Contaría setenta años de edad, alto, enjuto, aguileño, rasurado. Todos guardaron silencio respetuoso y miraron con asombro á aquel varón profundo, honra de la comarca que le vió nacer.

A los pocos segundos entra en el despacho directorial el profesor literario: es un hombrón rubiazo, miope, rasurado, inverosímilmente flaco y ya un poco calvo; no sabe dónde poner las manos ni los pies; flota como una deuda en una chaqueta lamentable; diríase que fué criado en un telescopio. Parece aburrido más de cuanto pudiera expresarse.

Muy señor mío, muy señor mío respondió el anciano, inclinándose. He visto en mi vida pocas cosas tan estrafalarias como el señor de Anguita. Era alto, enjuto, rasurado, dejando solamente unas cortas patillas blancas; los ojos, grandes, apagados, vidriosos; la tez, pálida, y los dientes, largos y amarillos.

De treinta y cinco á cuarenta años de edad, flaco, rasurado al estilo campesino, dejando no obstante unas cortas patillas por bajo de las sienes para sentar que no lo era, de ojos pequeños y aviesos que bailaban constantemente de un lado á otro en busca de alguna víctima, de pelo ralo y labios finos contraídos por sonrisa burlona.

Este que era un hombrecillo, flaco, rasurado, de aspecto tímido e inofensivo, empleado en el Tribunal de Cuentas, guardaba bajo capa de cordero un corazón de lobo. Jamás se vio un nombre más exigente para las patatas fritas y el chocolate. Doña Mónica temblaba en su presencia como la hoja de un árbol.

Un hombre pequeño, vestido de negro y rasurado como un clérigo, bajó los peldaños. ¡Esteban...! ¡Esteban...! dijo Luna interponiéndose entre él y la puerta de la Presentación.

Llamábase D. Leandro; era de estatura baja y bajo también de color, con grandes ojos negros y dulces que pedían misericordia; andaba siempre vestido de negro y cuidadosamente rasurado, como convenía a su estado semisacerdotal; poco le faltaba para gastar corona.

El uno era el marqués de Soldevilla, hombre de media edad, enteramente rasurado, color erisipeloso y dientes amarillos, que hablaba muy alto para aparecer campechano: el otro, un coronel retirado, llamado Galarza, viejo, canoso, y hombre de pocas palabras y amigos. Venían de parte del Duque a arreglar un asunto grave, que había acaecido la noche pasada, en el terreno del honor.

Aunque más agitada, no dejaba de ser dulce y sabrosa la que llevaba el capellán D. Lesmes. Rasurado con primor, más bien delgado que grueso, de tez sonrosada, nariz aguileña, ojos pequeños y vivos y no poco pícaros, de cuarenta años de edad. No tenía más órdenes que la prima tonsura impuesta para que pudiese disfrutar las pingües rentas de una capellanía de familia.