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Actualizado: 24 de mayo de 2025


Cristeta e Inés quedaron juntas en el cuartito; la segunda decía: Con la Jesualda no estará usted mal; es formalota y no tiene mala vecindad; abajo, una viuda y su hija que cosen para el corte; en el segundo, una tal Mónica, que tiene huéspedes de medio pelo, ¡figúrese usted en aquel barrio qué huéspedes ha de haber!; arriba, un militar retirao que vive con una que dicen si es sobrina u lo otro; y en el sotabanco, la madre del niño y la sobrina, que ahora las llamaré.

Devoró pronto una multitud, fijándose, como es lógico, en las de aquellas que más gloria alcanzaron y más esplendor han dado a la Iglesia: la vida de Santa Teresa, la de Santa Catalina de Siena, la de Santa Gertrudis, Santa Isabel, Santa Eulalia, Santa Mónica y la de algunas otras que, sin hallarse canonizadas aun, fueron célebres por su piedad y por las gracias espirituales que Dios les otorgó, como la Beata Margarita de Alacoque, Mademoiselle de Melum, etcétera.

La fealdad de su rostro era tal cuando formuló esta pregunta, que doña Mónica no pudo menos de apartar los ojos con horror. Sin embargo, sabía a qué atenerse sobre su carácter y le apreciaba tanto que tenía confianza bastante para no barrerle el cuarto hasta las cuatro de la tarde y llevarle el chocolate quemado dos o tres veces por semana. ¡Buena diferencia con Freire el huésped de la sala!

Cada vez que don Quintín, enviado por ella, iba al portal de la casa en que vivía le daban la misma respuesta: «No sabemos nada; se plantará aquí sin avisar, como siempre; luego come unos días de fonda hasta que puede venir Mónica, su cocineraDe cuando en cuando Cristeta leía en los periódicos las revistas de salones por ver si el nombre de Juan figuraba en la relación de algún baile; y si entraba en el estanco persona de quien ella supiese que le conocía, preguntaba con timidez mezclada de astucia.

Dos o tres años antes de comenzar la acción de este relato tuvo don Juan que ausentarse de Madrid, y queriendo dar a Mónica una prueba del cariño que le profesaba, le regaló unos cuantos miles de reales, que ella invirtió en poner una casa de huéspedes, mas sin envilecerse guisando para ellos; antes al contrario, tomó cocinera que lo hiciese: de este modo se improvisó señora y no puso mano en cazuela a beneficio de quien acaso no supiese saborear su trabajo.

Lo mismo éste que doña Mónica esperaban una terrible explosión de cólera. Nada de eso acaeció. Freire, con la mayor alegría pintada en el rostro, miró unos instantes al indiano en silencio y luego echándose hacia atrás en la silla exclamó: ¿Qué le ha hecho usted, amigo Barragán, qué le ha hecho usted a doña Mónica para que así le quiera?

Cierta mañana Mónica le preparó ostras, huevos con cabezas de espárragos, solomillo en salsa de vino de Madera, pastel de chochas frías: todo ello en compañía de buen Pomar, incomparable Tío Pepe y café como el que hacen las huríes a Mahoma. Trabajo perdido. Los manjares volvieron, casi intactos, a la cocina.

Ambos sonreían haciendo muecas y contorsiones como monos amaestrados. Barragán se había puesto muy pálido y les miraba con ojos de extravío sin responder a sus repetidas salutaciones. Doña Mónica estupefacta les miraba a unos y a otros olfateando un misterio y no se decidía a salir de la habitación.

Mónica era ecléctica, es decir, no trabajaba con sujeción a la rutina de ninguna escuela, sino que las cultivaba todas.

Además tenía la fea costumbre de servirse primero siempre y servirse lo mejor. No pocas veces le quedó sólo al paisano la salsa y algunas patatas del escaso guisado de carne que doña Mónica les ofrecía. Barragán era hombre sobrio y no se enfadaba demasiado por estas impertinencias. Solía vengarse de ellas en el queso, con harto sentimiento de aquella señora.

Palabra del Dia

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