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-Así es la verdad -respondió Sancho-, pero fue cuando muchacho; pero después, algo hombrecillo, gansos fueron los que guardé, que no puercos; pero esto paréceme a que no hace al caso, que no todos los que gobiernan vienen de casta de reyes.

Los viajeros fueron acogidos en la plaza con inmensa gritería. Todo peñasco en uso de sus extremidades abdominales salió del domicilio en aquella sazón, para regocijar la vista con el espectáculo de la bella comitiva. El obispo era un hombre alto, gordo, con el pelo blanco y la faz redonda, de luna llena, adornada de gafas. El gobernador un hombrecillo enteco, pálido, de ojos hundidos.

Al día siguiente, cuando llevaba piedras al extremo de la escollera, vió á un hombrecillo en una pequeña barca, que fingía pescar y se colocaba siempre cerca de su paso, sin asustarse de los remolinos que abrían en las aguas las piernas gigantescas al cortarlas ruidosamente. La insistencia del pescador acabó por atraer la atención de Gillespie.

A mitad del pasaje descubierto, al extremo de la galería del Barómetro, Alfredo L'Ambert esperaba fumando un cigarrillo. Diez pasos más allá, un hombrecillo redondo, con un fez escarlata, aspiraba a intervalos iguales el humo de un cigarrillo de tabaco turco, del grueso de un dedo.

Tristán el arquero. , se ha ido, dijo Roger. ¿Y no volverá? No. ¡De buena ha escapado! exclamó el hombrecillo dando un suspiro de satisfacción. ¡Cobarde! ¡Atreverse conmigo y huir! ¡Ah, de haberme esperado hubiera hecho con él un escarmiento, como hay Dios, para ejemplo de pícaros!

Subyugada por el terror que inspiraba aquel hombrecillo venenoso a cuantos le rodeaban, siguió adelante, sin el niño y sin la cesta, mientras la vieja, santiguándose, se apresuraba a meterse en casa. Apenas si se distinguían como puntos indecisos en el blanco camino las mujeres que marchaban al pueblo.

Era un hombrecillo rechoncho, vigoroso, fiel a todos los ejercicios de su juventud, que tenía más fe en el juego de pelota que en los médicos, para conservar imperturbable salud. A los setenta años habíase casado, en segundas nupcias, con una joven noble y pobre, que le había hecho padre dos veces, y no perdía la esperanza de verse abuelo bien pronto.

¿Embajada Francesa? le preguntaba yo frecuentemente con inquietud. Ya, ya respondía el hombrecillo, y seguíamos rodando. Deseaba pedir algunos otros informes; pero era imposible porque mi conductor no hablaba francés, y yo mismo por aquella época sólo conocía de la lengua alemana dos o tres frases muy elementales, en que se trataba de pan, cama y comida, y en manera alguna de embajador.

Es un buen chico, muy amigo mío; no tiene más defectos que uno: es mestizo chino y se llama á mismo español peninsular. ¡Sst! Mira á Ben Zayb, ese con cara de fraile, que lleva un lapiz en la mano y un rollo de papeles, es el gran escritor Ben Zayb, muy amigo mío; ¡tiene un talento!... Diga usted, y ese hombrecillo con patillas blancas...

El sol de otoño inundaba el cuartujo monástico donde eran recibidos los embajadores. Don Alonso respiró al entrar un tufo de ungüentos medicinales. Dos anchos bufetes cargados de papeles ocupaban el fondo. En uno de ellos trabajaba Rodrigo Vásquez, en el otro un hombrecillo hirsuto y barbinegro que don Alonso no conocía.