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Los guijarros relucientes están alineados a lo largo de la playa; el mar se extiende como una sabana azul bajo el riente cielo; a lo lejos se ven cruzar las velas blancas, y sobre la escollera las parisienses abren sus sombrillas de color de rosa.

La escollera de Maliaño, la estación del ferrocarril, el nuevo empedrado y otras reformas hechas precisamente mientras duró la condena de los pilluelos, era lo que ellos no podían comprender; mas lo que extravió sus razones hasta el extremo de llegar al espanto, fué la aparición, por la Peña del Cuervo, de un monstruo silbando y arrojando nubes y fuego por la cabeza.

La tripulación de pigmeos braceaba sobre la cubierta, gritándole para que volviese atrás, y como tardase en obedecer, una gran flecha disparada por el buque pasó cerca de su nariz á guisa de amenazadora advertencia. Otro día, aburrido de la monotonía de sus continuos viajes entre la orilla de la playa y la punta de la escollera, el Hombre Montaña quiso permitirse una ligera diversión.

Llevó piedras, como siempre, de la orilla del mar á la escollera, y vigiló el hervor de su caldero para no verse robado como en la noche que le visitó Popito. Conocía ahora á los hombres bigotudos, que parecían ejercer sobre sus camaradas la superioridad arrogante y cruel del matón. Con uno de ellos, el más alto y musculoso, se permitió una broma digna de su fuerza.

Allá en su casa de la costa, antes de que se elevase el sol ya tenía él en el fondo de la barca con qué comer toda una semana. ¡Miseria de las ciudades! De pie en los últimos peñascos de la escollera, tendía la vista sobre la inmensa llanura, describiendo á su sobrino los misterios ocultos en el horizonte.

Un relámpago iluminó el tempestuoso golfo y la línea de escollos en que se estrellaban las olas. ¿Habéis visto? preguntó el piloto. dijo el Capitán, respirando satisfecho . En medio de la escollera he visto el atol rodeado de árboles y he visto también el canal. Gobierna siempre derecho con la proa al Este. ¿Resistirá la chalupa la resaca?

Un anochecer, cuando Gillespie había terminado su trabajo y, sentado en la playa, descansaba de ciento ochenta viajes entre la orilla del mar y la punta de la escollera, recibió una visita extraordinaria.

Un negro horrible, que despedía un fuerte olor a amoníaco, se había presentado de pronto, saliendo de detrás de una escollera que se prolongaba hacia la orilla septentrional de la bahía. Era de poco más que mediana estatura; pero tan extraordinariamente enjuto, que se le podían contar las costillas.

Los constructores de la escollera le ordenaron, valiéndose de gestos, que suspendiese el trabajo de acarrear grandes piedras. Los obreros que las acoplaban se habían marchado, y el universitario que traducía las órdenes no apareció en todo el día.

Al día siguiente, cuando llevaba piedras al extremo de la escollera, vió á un hombrecillo en una pequeña barca, que fingía pescar y se colocaba siempre cerca de su paso, sin asustarse de los remolinos que abrían en las aguas las piernas gigantescas al cortarlas ruidosamente. La insistencia del pescador acabó por atraer la atención de Gillespie.