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No quiso dormir, manteniéndose en una fingida tranquilidad, con los ojos entornados y vigilando las idas y venidas de algunos pigmeos que aún no se habían acostado. Al fin el silencio del sueño se fué extendiendo sobre la playa, y Gillespie, convencido de que no intentarían aquella noche nada contra él, acabó por entregarse al descanso.

Así habían permanecido los dos mucho tiempo, sufriendo el más horrible de los suplicios encerrados en aquella bolsa agitada continuamente por los movimientos que hizo el coloso para defenderse de la máquina voladora, para desamarrar la barca, para inundar la artillería de los pigmeos y para batirse al fin con los dos buques enemigos.

Y es que, cuando se ha llegado a la cima de las sociedades humanas, deben parecer las amenazas de los pigmeos más curiosas que ofensivas. Venturita salió, con este motivo, de su letargo sombrío. Habíase realizado uno de los sueños que más acariciaba. Tomó parte en la alegría y triunfo de su padre, y empezó a dejarse ver algunos días en la villa, siempre en carruaje, por supuesto.

En medio de la vasta extensión blanca, aquellos paseantes parecían perdidos, absurdos, quiméricos; no me explicaba cómo una raza compuesta de semejantes pigmeos había podido llevar á cabo las grandes cosas de la historia y realizar, de progreso en progreso, lo que hoy se llama la civilización, promesa de un futuro estado de bienestar y libertad.

Vieron los ojos del gigante apoyada en un lado de la mesa la cachiporra que se había fabricado durante su excursión á la selva de los emperadores. La presencia de esta arma primitiva le hizo sonreir de un modo inquietante para los pigmeos. Yo te aseguro, Ra-Ra continuó , que los primeros que vengan en tu busca y nos molesten corren peligro de morir aplastados.

Su enfado por las risas del Gentleman-Montaña no duró mucho. Además, Gillespie, queriendo desenojarla, se colocó bajo una ceja la lente que le había regalado para que la contemplase. El enorme cristal estaba pulido con una perfección digna de los ojos de los pigmeos, los cuales podían distinguir las más leves irregularidades de su concavidad.

Convencido de que su triste situación no tenía remedio, se había sumido en ella con una calma fatalista. El embrutecimiento del continuo trabajo borraba todos sus conatos de rebeldía. Después de haber sido arrastrado y maltratado por las máquinas voladoras, ya no despreciaba á los pigmeos y tenía por menos vil la esclavitud á que le habían sometido.

Únicamente al notar la impaciencia del gentleman, y con el deseo de serle útil, me he atrevido á faltar á mi promesa. Le suplico que no cuente nunca al profesor que me ha visto sin velos. Iba á hablarle Gillespie, cuando llegaron á sus oídos los gritos de un grupo de pigmeos que se agitaba junto á sus pies, mientras otros subían ya por la escala de madera hasta una de sus rodillas.

Para Gillespie resultaban de un tamaño considerable, más allá de las proporciones guardadas por las demás cosas de los pigmeos, pues eran tan largas casi como sus piernas. Por esto tuvo que esforzarse mucho para arrancarlas del barro del fondo, subiéndolas hasta el bote. De pronto suspendió su trabajo al oir que le hablaban en inglés desde el muelle. Era Flimnap.

Al fin, el gigante, aburrido de tantas mediaciones y no queriendo que los pigmeos le creyeran miedoso de su poder, accedió á salir de la Galería. Un zumbido inmenso se levantó del suelo saludando su presencia.