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Rafael oyó voces de mujeres que subían por el camino, y tendido como estaba vio aparecer sobre el borde del banco e ir remontándose poco a poco dos sombrillas; una de seda roja, brillante, con primorosos bordados como la cúpula de afiligranada mezquita, la otra de percal rameado, modesta y respetuosamente rezagada.

La campana sonaba con más fuerza; los mendigos de la puerta del templo entristecían la voz cuanto les era posible; las amas de cría comenzaban a desfilar como burras de leche; las señoras entraban o salían de la iglesia, lanzándose miradas envidiosas; el calor arreciaba, y el paseo se iba quedando poco menos que desierto, oyéndose por la acera de piedra el firme taconear de las muchachas que pasaban, medio ocultas por las anchas sombrillas de colores chillones, mientras las madres llamaban a los niños, que corrían como perrillos jugando a las mulas o se detenían a mirar las estampas que veían al paso en mano de los vendedores de periódicos.

Ripamilán, casi oculto entre las faldas de doña Petronila, a quien llevaba enfrente, iba en sus glorias; no por su contacto con el Gran Constantino, sino por ir entre damas, bajo sombrillas, oliendo perfumes femeniles, y sintiendo el aliento de los abanicos; ¡salir al campo con señoras! ¡la bucólica cortesana, o poco menos!

Pensaban involuntariamente en los verdes campos, en el paseo exuberante de gentío, en el placer de andar lentamente bajo las ladeadas sombrillas, viendo caras nuevas y contestando al saludo de los amigos; y por fin, la madre y las hijas no pudieron resistir más y comenzaron a vestirse.

Por las pendientes se arrastraban los crustáceos sobre su doble fila de patas, atraídos por esta novedad que alteraba la calma mortal de las profundidades submarinas, donde todos persiguen y devoran, para ser á su vez devorados. Cerca de la superficie flotaban las medusas, sombrillas vivientes de un blanco opalino, con borde circular lila ó rojo tostado.

El vapor luminoso que por aquella parte envuelve el paseo, amortiguando los vivos colores de las sombrillas, borrando los elegantes contornos de los caballos, esfumando las facciones de las damas y prestándole a todo aspecto escenográfico, pierde lentamente su brillo y se transforma en un polvo ceniciento que cae del cielo como heraldo de la noche.

Los guijarros relucientes están alineados a lo largo de la playa; el mar se extiende como una sabana azul bajo el riente cielo; a lo lejos se ven cruzar las velas blancas, y sobre la escollera las parisienses abren sus sombrillas de color de rosa.

Trababan conversación, y las de Amézaga hablaban como con pereza y desdén, mirando al cielo o a los transeúntes, e hiriendo la arena con el cuento de las sombrillas.

Los bustos de las damas, apareciendo entre el desfilar de cocheros tiesos y entre tanta cabeza de caballos, los variados matices de las sombrillas, las libreas, las pieles, producían ante su vista un efecto igual al que en cualquiera de nosotros produciría la contemplación de un magnífico fresco de apoteosis, donde hay ninfas, pegasos, nubes, carros triunfales y flotantes paños.

Comían en las aceras de las calles estrechas y pendientes, junto al pavimento de agudos guijarros; otras veces en plena Castellana, a la sombra de un árbol, viendo pasar lujosos carruajes que, heridos por el sol, echaban rayos de su charolado exterior, y sombrillas rojas y azules, graciosas cúpulas de seda, bajo las cuales marchaban señoras elegantes, precedidas de niños enguantados y con huecos faldellines, que el hijo del albañil contemplaba con asombro.