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¡Dios mío! ¿volveré a la calle de Santa Fe? ¿y si no le encuentro? son las cinco; pronto obscurecerá... ¿y Quilito? llegar así, ¡sin adelantar nada! me voy a casa de misia Petronila: un desaire más, ¿qué importa? En caso de deshaucio, escribiré esta noche a ese caballero... ¡yo no me rindo! Anda, anda, anda.

La gratitud de Obdulia no tenía límites, pero el Magistral creyó necesario buscárselos mostrándose frío, seco y dándola a entender que «no lo había hecho por ella». La viuda, sin embargo, insistió en sostener que le debía la vida. ¡Indudablemente! corroboraba doña Petronila, que no sospechaba cómo quería pagar Obdulia aquella vida que decía deber al Magistral.

Misia Petronila Barrientos la recibió con afecto, la escuchó con atención... y la despidió con política, diciéndola muy fresca, que no podía ser... porque no podía ser. Y vuelta a la casa, abatida y llorosa, por el sacrificio estéril que de su amor propio había hecho, alimentando pensamientos tan negros como éstos: El amigo es para ir de fiesta y no para acompañar en la desgracia.

Volvía la Marquesa, toda de negro, de pedir en la mesa de Santa María con Visitación; volvía también Obdulia Fandiño que había pedido en San Pedro, a la hora en que visitaban los monumentos los oficiales de la guarnición; y todas aquellas señoras, en el gabinete de la Marquesa reunidas, escuchaban pasmadas lo que solemnemente decía el gran Constantino, doña Petronila Rianzares, que había recaudado veinte duros en la mesa de petitorio de San Isidro.

Paco estaba entre Edelmira y Visitación; la Regenta entre Ripamilán y don Álvaro; Obdulia entre el Magistral y Joaquín Orgaz, don Saturnino Bermúdez entre doña Petronila y el capellán de los Vegallana. Don Víctor tenía a su izquierda a don Robustiano Somoza, el rozagante médico de la nobleza, que comía con la servilleta sujeta al cuello con un gracioso nudo.

El Magistral se había quedado atrás, en poder de doña Petronila Rianzares que le hablaba de un asunto serio: la casa de las Hermanitas de los Pobres que se construía cerca del Espolón, en terrenos regalados por doña Petronila con admiración y aplauso de toda Vetusta católica.

Mi amiga tiene tres hijas casadas: Margarita con un alto empleado de un ministerio; Petronila, con un secretario de legación; y María Inés, con un ingeniero burócrata que nunca vivió en carpa, lo que no le impide discutir, desde la oficina, las obras que otros ejecutan en el campo. Descripta la familia, fácilmente se explican las inquietudes de mi amiga Petrona en este histórico momento político.

Muchos vecinos ya esperaban con curiosidad maliciosa la hora del alboroto y salían a los balcones a presenciar la escena. Pero doña Paula tenía además que seguir los pasos a su hijo. El Chato había visto a la Regenta y al Magistral entrar juntos al anochecer en casa de doña Petronila. Y ya lo sabía doña Paula.

Aquella casa... aquel silencio... aquella doña Petronila.... Ana sintió asco, vergüenza y corrió a buscar la puerta. Salió sin despedirse. Llegó a su casa. Don Víctor atronaba el mundo a martillazos. Construía un puente modelo que pensaba presentar en la exposición de San Mateo.

No, no repetía Ana llorando; pero él había seguido hablando de su despecho, cada vez más triste, cada vez con más ardor en las palabras y en el aliento.... Y habían concluido por reconciliarse, por prometerse nueva vida, verdadera reforma, eficaz cambio de costumbres; y ella exaltada le había dicho: «¿Quiere usted que hoy mismo le acompañe a casa de doña Petronila?». «, ; eso, lo mejor es eso», había contestado él.