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Podría decirse, si la mitología clásica no hubiera pasado de moda, que un enjambre de cupidillos menores revoloteaba, cerniéndose sobre la mesa, disparaba flechas sutiles e invisibles y desasosegaba y punzaba con ellas a los galanes y a las damas. No por eso se alteraba la paz. Todos se arreglaban, acoplaban y componían. Nadie se sentía desairado ni se mostraba descontento.
Cerdos y ranas se acoplaban en monstruosos ayuntamientos; los monos, con gesto innoble, se retorcían en lúbricos espasmos, y pajecillos entrelazados en posición contraria hundían la cabeza en la cruz de las calzas del compañero.
Los constructores de la escollera le ordenaron, valiéndose de gestos, que suspendiese el trabajo de acarrear grandes piedras. Los obreros que las acoplaban se habían marchado, y el universitario que traducía las órdenes no apareció en todo el día.
Como en don Marcos todas las acciones se acoplaban con detalles de indumentaria, y creía imposible realizar un acto sin el uniforme correspondiente, recordó en seguida cierta levita olvidada mucho tiempo en su ropero, á la que él llamaba «la levita de los desafíos»; una prenda negra, de corte napoleónico y largos faldones, que sacaba á luz siempre que era padrino y le pertenecía por su carácter militar dirigir el combate.