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Nuestro conocido descorre el cerrojo, entra, y luego de girar suspenso alrededor del hombre de hueso, se arrodilla y junta sus ojos a las órbitas de la calavera. Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base del cráneo, sostenido como en un pretil en una rugosidad del occipital, está acurrucado un hombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de arrugas.

Si ello, al fin, ha de ser, nada se pierde con esperar un rato, que no llega tarde quien llega. En estas y otras cavilaciones hallábase Román escondido entre el espeso ramaje del árbol, cuando vió llegar con tardo paso, y mirando a todas partes con faz recelosa, un hombrecillo envuelto en un capote lleno de remiendos.

Sale y vuelve con la jeringuilla llena, que el botiquín del cementerio le ha proporcionado. ¿Pero cómo, al hombrecillo diminuto?... ¡Por las fisuras craneanas!... ¡Pronto! ¡Cierto! ¿Cómo no se le había ocurrido a él? Y el sepulturero, de rodillas, inyecta en las fisuras el contenido entero de la jeringuilla, que filtra y desaparece entre las grietas.

El ségare Piorette, un hombrecillo flaco, escurrido, enérgico, con las cejas negras en medio de la frente y la pipa en la boca, estaba junto al umbral de su choza, y contemplaba, con la mirada a la vez viva y profunda, el conjunto de aquella escena. Mientras tanto, la impaciencia aumentaba de minuto en minuto.

Todas las miradas eran para un hombrecillo con calzones de pana y negro pañuelo en la cabeza, enjuto, bronceado, de fuertes quijadas, y que tenía al lado un pesado retaco, no cambiando de asiento sin llevar tras la vieja arma, que parecía un adherente de su cuerpo.

Era el mismo hombrecillo de facciones correctas y mal color que cuando se casó; pero en los últimos doce años se había gastado bastante su naturaleza. Muchas arrugas en la cara; el cabello gris y la barba también; los ojos menos vivos.

Pero de pronto apareció Edmundo, y adelantándose al frente de la muchedumbre en expectativa, dijo lo siguiente: No es mi costumbre echar a perder las bromas, muchachos y en esto irguiose el hombrecillo resueltamente, haciendo frente a las miradas en él fijas, pero me parece que esto no cuadra. Es hacer un desafuero al chiquitín, eso de mezclarle en bromas que no puede comprender.

Un minuto después, presentose un hombrecillo enteco, con el sombrero en la mano, seguido de un lacayo de gran librea. Era M. Triquet, médico municipal de Parthenay. ¡Bien venido seáis, digno señor Triquet! Un ilustre notario de París precisa vuestros servicios con urgencia.

Habíase quedado estupefacto; latíale el corazón, temblábanle las rodillas, y revolvía aquellos papeles con el ansia temerosa, el gozoso terror, si así es posible sentirlo, del débil hombrecillo que se encontrara de repente entre las manos fabulosas riquezas de un gigante formidable que no ha de dejárselas arrebatar.

Una tarde, á la hora del ensayo, penetraba en el escenario un hombrecillo sonrosado, redondo y alegre: era Mr. Chalonette, alguacil del juzgado. Vengo dijo secamente, á cerrar el teatro. Bissón, que ya esperaba aquella visita, recibió á Mr. Chalonette con una cordialidad envolvente. ¿Ha visto usted alguna vez un ensayo? preguntó. No, señor. Pues, siéntese usted; es muy curioso. Luego hablaremos.