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Esta experiencia demuestra la importancia de poner en las guardias, ó pueblos que se establezcan, sugetos de afabilidad, talento y juicio para tratar con los indios y que á cambio de abalorios y otros efectos que no nos perjudiquen, se introduzca con ellos comercio de sus propios frutos; como son pieles de liebre, zorrillo, guanaco, y guaracha, riendas, plumeros, ponchos y otros efectos de que abundan: por estos medios con utilidad propia vamos conciliando y adquiriendo su amistad como lo hacen y logran los franceses.

Por entre las dos columnas de sus pantorrillas desfilaba, á pie y á caballo, llevando tambores al frente y banderas desplegadas, todo un ejército de enanos tocados con turbantes y plumeros, á estilo oriental.

Creí pillarle en lo que llaman el «Palacio de Cristal», un chamizo donde se juntan los golfos con todos los plumeros y pericos que esperan a los soldados cerca de los cuarteles... Tampoco le vi... Y anoche, hablando en los Cuatro Caminos con un chico de Zamora que sirvió conmigo y está en Orden público, supe el paradero del granuja.

De noche, ni ruido, ni claridad, ni espíritu viviente moraban allí. Un día de otoño del 72 alegrose de súbito el palacio; abriéronse puertas y ventanas; entraron aire y luz a torrentes, y los plumeros de media docena de criados expulsaron el polvo que mansamente dormía sobre los muebles. Luego sucedió traqueteo de sillas, lavatorio de cristales y preparación de luces.

El ayuda de cámara iba vestido de negro completamente, con zapatillas de orillo; el jardinero parecía un aldeano endomingado; el cochero llevaba chaqueta de tricot y sombrero galoneado; el portero un tahalí de oro y zuecos. Aquí y acullá se distinguía a lo largo de las paredes, una fusta, una almohaza, un encerador, escobas, plumeros y algo más cuyo nombre ignoro.

El trabajo de ellos se reduce á tomar yeguas y potros silvestres, cazar zorrillos, leones, tigres y venados, de cuyas pieles hacen las indias quiapís y guasipicuás, y de las plumas de avestruz hacen plumeros, siendo ellas las que todo lo trabajan, pues les dán de comer, cargan las cargas, mudan los toldos y los arman: y aunque las vean los indios, quienes están echados de barriga, no se mueven á ayudarlas en nada; antes , si es poco sufrido, se levanta, y con las bolas que nunca las dejan de la cintura, le dan de bolazos, y á esto no llora ni se queja la india.

Primeramente avanzaba el «paso» de la Sentencia de Nuestro Señor Jesucristo, tablado lleno de figuras representando a Pilatos sentado en áureo trono, y alrededor de él sayones de multicolores faldellines y casco empenachado vigilando al triste Jesús, pronto a marchar al suplicio, con túnica de terciopelo morado cargado de bordados y tres plumeros de oro que fingían ser rayos de divinidad sobre su corona de espinas.

El sacristán, ayudado de tres monagos, las dos demandaderas de convento y un marica de la población, célebre por su pericia en vestir los santos, armaban un trajín insoportable sacudiendo con zorros y plumeros los retablos de los altares.

Salvatierra miró los ojos de la vieja, malignos y pitañosos, su hocico de macho cabrio, que se contraía a cada palabra con una ductilidad repugnante, los dos plumeros de cerdas grises que surgían de sus labios como unos mostachos felinos. ¡Y este endriago había sido una mujer joven y graciosa, de las que hacían cometer locuras al famoso marqués! ¡Y la bruja había pasado muchas veces en los coches del de San Dionisio, al son del bizarro campanilleo de las mulas, con el mantón de flores cayéndosele de los hombros, una botella en la mano y una canción en los labios, por frente a los campos que la veían ahora arrugada y repugnante como una oruga, sudando de sol a sol sobre los surcos y quejándose del dolor de sus «pobresitos riñones»! Era menos vieja de lo que parecía, pero al desgaste del cansancio uníase el rápido desplome que sufren las razas orientales pasando de la juventud a la vejez, como los espléndidos días del trópico que saltan de la luz a la sombra sin crepúsculo alguno.

En una de sus caras, de damasco color grana, estaban bordadas las armas de Carlos V; y en la opuesta, que era de color blanco según unos, o amarillo según otros, se veía pintado el apóstol Santiago en actitud de combate sobre un caballo blanco, con escudo, coraza y casco de plumeros o airones, luciendo cruz roja en el pecho y una espada en la mano derecha.