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La cautivaba todo, las flores del trébol, que salpicaban de una lluvia de pintas carmesíes el verdinegro campo; las manzanillas tardías y los acianos pálidos en las lindes, las digitales que cogía risueña haciéndolas estallar con las dos manos, los rizados airones del apio, las acogolladas coles, puestas en fila, separada cada fila por un surco, semejante a una trinchera.

Profundo estremecimiento, precursor del invierno, atravesaba por la Naturaleza toda, y dijérase que antes de morir, quería vestirse sus más ricas galas: así la viña virgen tenía tan espléndido traje de púrpura, y el álamo blanco elevaba con tal coquetería el penacho de cándidos airones de su copa; así la coralina se adornaba con innumerables sartas y zarcillos de sangriento coral, y las cinias recorrían toda la escala de los colores vivos con sus festoneadas enaguas.

En una de sus caras, de damasco color grana, estaban bordadas las armas de Carlos V; y en la opuesta, que era de color blanco según unos, o amarillo según otros, se veía pintado el apóstol Santiago en actitud de combate sobre un caballo blanco, con escudo, coraza y casco de plumeros o airones, luciendo cruz roja en el pecho y una espada en la mano derecha.

»Al fin, comenzaron allegar algunas de ellas: las viejas del tresillo; después, los hombres que les hacían la partida; luego, la condesa viuda de Picos Pardos, mi madrina, ¡gran charlatana!; en seguida, Aljófar, «nuestro poeta», que ya nos tenía ensordecidos de oírle plañir elegías a la muerte de mi padre, y cansados de atacarle el estómago de pastas y amontillado; Leticia, con su marido... y el subsecretario de Gobernación; Luzán de los Airones, caballero de la más preclara nobleza, pero simple de remache; Sagrario, con un hermoso turco recién llegado a la Legación de Constantinopla, al cual se permitió presentamos, contraviniendo a las órdenes de mi madre, con la disculpa de que aquella noche no era de tertulia casera, sino una de las tres semanales en que se recibía, «con más o menos descaro»; tras esta pareja, otras gentes más o menos simpáticas... En fin, todos menos él..., ¡hasta don Mauricio Ibáñez, con una cantera de pedrería sobre su cuerpo, reluciente, bruñido, acicalado e insinuante, como nunca le había visto yo!

Lo cierto es que por entonces comenzaron á gastar los elegantes el pequé sobre el sortut, y las madamitas la escofieta con sus airones de á media vara; también se introdujeron en la mesa la sopa á la ubada, el principio de pulpitón y el postre de compota, que de allí data el que ustedes usan...; en fin, que las señas eran fatales; que se temía una logia á cada vuelta de esquina, y que creímos muy natural la prohibición del señor Corregidor, que temblaba, como él nos dijo, toda reunión que pasara de tres individuos.