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La cautivaba todo, las flores del trébol, que salpicaban de una lluvia de pintas carmesíes el verdinegro campo; las manzanillas tardías y los acianos pálidos en las lindes, las digitales que cogía risueña haciéndolas estallar con las dos manos, los rizados airones del apio, las acogolladas coles, puestas en fila, separada cada fila por un surco, semejante a una trinchera.

Y el gigante comía y comía, y Meñique no se quedaba atrás, sólo que no echaba en la boca las coles, y las zanahorias, y los nabos, y los pedazos del buey, sino en el gran saco de cuero. ¡Uf! ¡ya no puedo comer más! dijo el gigante; tengo que sacarme un botón del chaleco. Pues mírame a , gigante infeliz dijo Meñique, y se echó una col entera en el saco.

Las coles crecían á la simple vista, y una calabacera, plantada á alguna distancia, se había extendido al través del espacio intermediario, depositando uno de sus gigantescos productos directamente debajo de la ventana indicada. Había, sin embargo, unos cuantos rosales, y cierto número de manzanos, procedentes probablemente de los plantados por los primeros colonos.

Luego se ocupa en sembrar al aire libre zanahorias, perifollos, escarolas diversas, coles de Milán rizadas, brécoles, malpicas, perejil y otras muchas clases que constituyen la jerarquía ensaladesca, y entre las cuales hay excelentes personas que nos acompañan á la mesa y se dejan comer. También atiende á una faena tan interesante como útil.

Bajose rápidamente Artegui, y tomando con nervioso vigor a Lucía en sus brazos, dio a correr sin mirar por dónde, saltando zanjas, atravesando barbechos, pisando apios y coles, hasta llegar, azotado por la lluvia, perseguido por el trueno que se acercaba, a la carretera.

Uno de los hombres de la partida arrojó al fuego un brazado de ramillas secas; se formó una alta llama y aparecieron los jinetes de Marcos Divès a caballo: doce hombres corpulentos, envueltos en grandes capas grises, con el sombrero caído sobre los hombros, los espesos bigotes retorcidos o lacios y largos hasta el cuello, el sable en la diestra, inmóviles alrededor del volquete; más allá, Catalina Lefèvre, acurrucada junto a la barandilla de su carro, con una capucha metida hasta la nariz, los pies enterrados en paja y la espalda apoyada en un gran barril; detrás de Catalina se amontonaban una olla, unas parrillas, un cerdo abierto en canal, limpio, blanco y sonrosado, varias gavillas de cebollas y algunas coles para hacer la sopa: todo aquello salió un momento de la obscuridad y volvió a quedar en la sombra.

Se cuecen en agua y sal coles de Bruselas, y bien exprimidas se fríen con manteca de vaca, ajo y perejil; se vuelca el molde, que será de los que dejan agujero en medio, y ese agujero se rellena con las coles, poniendo huevos fritos por encima, y alrededor de la fuente un adorno de huevos duros y patatas fritas.

El primer «paso largo» hacia la Fortuna lo dió Margarita Montansier en Versalles, hallándose de directora en la «Sala» de la calle Sator. Representábase aquella noche una obra de Fabart, titulada «Los Segadores», y el coro cantaba alegremente alrededor de una olla en la que humeaba una sopa de coles.

Allí, los obscuros manojos de espinacas; las grandes coles, como rosas de blanca y rizada blonda encerradas en estuches de hojas; la escarola con tonos de marfil; los humildes nabos de color de tierra, erizados todavía de sutiles raíces semejantes a canas; los apios, cabelleras vegetales, guardando en sus frescas bucles el viento de los campos, y los rábanos, encendidos, destacándose como gotas de sangre sobre el mullido lecho de hortalizas.

A pesar de esta prohibición, la cocinera se obstinaba en mandar a la mesa patatas, coles, lentejas, incapaces de producir más que ácido carbónico, celulosa y otras sustancias no menos despreciables e indignas. Sufrió con paciencia algún tiempo. Pero llegó un momento en que la lucha por la existencia exigió de él un rasgo de energía para salvar las circunvoluciones de su cerebro amenazadas.