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¡Oh!, mil y mil gracias, señor ministro dijo don Simón cayéndosele la baba ; pero yo no merezco ese concepto... ¡Vaya si le merece usted! replicó S.E. con una sonrisilla y un retintín que acabaron de emborrachar a don Simón; retintín y sonrisa que en aquel personaje y en aquella ocasión venían a significar un pensamiento que podía traducirse en estas palabras: ¡Qué hermoso suizo!

Salvatierra miró los ojos de la vieja, malignos y pitañosos, su hocico de macho cabrio, que se contraía a cada palabra con una ductilidad repugnante, los dos plumeros de cerdas grises que surgían de sus labios como unos mostachos felinos. ¡Y este endriago había sido una mujer joven y graciosa, de las que hacían cometer locuras al famoso marqués! ¡Y la bruja había pasado muchas veces en los coches del de San Dionisio, al son del bizarro campanilleo de las mulas, con el mantón de flores cayéndosele de los hombros, una botella en la mano y una canción en los labios, por frente a los campos que la veían ahora arrugada y repugnante como una oruga, sudando de sol a sol sobre los surcos y quejándose del dolor de sus «pobresitos riñones»! Era menos vieja de lo que parecía, pero al desgaste del cansancio uníase el rápido desplome que sufren las razas orientales pasando de la juventud a la vejez, como los espléndidos días del trópico que saltan de la luz a la sombra sin crepúsculo alguno.

El mío no trae todas esas andróminas que él sabe.... ¡Cóncholes!, como quisiera entrarme á piscología ... ¡ más de ello! ¿Y cuándo cantas misa? añade la tía Simona cayéndosele la baba y mientras contemplan de hito en hito al estudiante sus dos hermanos. Mira que el lugar está perdío.... El señor cura es tan viejo....

Al terminar la conferencia, don Pedro le puso la mano en el hombro. ¿Y por qué no me da usted la enhorabuena, desatento? exclamó con aquella misma irradiación que habían tenido sus pupilas en Cebre. Julián no entendía. El señorito se explicó cayéndosele la baba de gozo.

»Pero no tuve más remedio que prepararle todo para que escribiera. Desgraciadamente no me había engañado en mis presunciones: estaba tan débil que a pesar de sostenerla yo la acometió el vértigo y cayéndosele la pluma de la mano se desplomó de nuevo sobre la almohada. »Reposó un momento, y luego me dijo, con voz débil: » Tenías razón, Amaury: yo no puedo escribir. Hazlo , que yo te dictaré.