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Muchos hombres del país, que admiraban lo mismo que los orientales la obesidad femenil, considerando una exuberancia de carnes como el acompañamiento indispensable de toda hermosura, hacían gestos de indiferencia al escuchar los elogios que dedicaban algunos á la niña de Rojas.

Salvatierra miró los ojos de la vieja, malignos y pitañosos, su hocico de macho cabrio, que se contraía a cada palabra con una ductilidad repugnante, los dos plumeros de cerdas grises que surgían de sus labios como unos mostachos felinos. ¡Y este endriago había sido una mujer joven y graciosa, de las que hacían cometer locuras al famoso marqués! ¡Y la bruja había pasado muchas veces en los coches del de San Dionisio, al son del bizarro campanilleo de las mulas, con el mantón de flores cayéndosele de los hombros, una botella en la mano y una canción en los labios, por frente a los campos que la veían ahora arrugada y repugnante como una oruga, sudando de sol a sol sobre los surcos y quejándose del dolor de sus «pobresitos riñones»! Era menos vieja de lo que parecía, pero al desgaste del cansancio uníase el rápido desplome que sufren las razas orientales pasando de la juventud a la vejez, como los espléndidos días del trópico que saltan de la luz a la sombra sin crepúsculo alguno.

Gabriel, que conocía su hermosura interior, pensaba en las viviendas engañosas de los pueblos orientales, sórdidas y miserables por fuera, cubiertas de alabastros y filigranas por dentro. No en balde habían vivido en Toledo, durante siglos, judíos y moros.

Adelante, algunos bellos grupos originarios de la raza germánica, y luego todo un pueblo profundamente modificado por la infusion de la sangre árabe y las tradiciones de la actividad industrial y del genio artístico de las grandes tribus orientales y africanas.

Componían estos una tropa o cofradía de los derviches místicos, apellidados mevlevies, de que fue fundador y patriarca el ya citado celebérrimo Chelaledín-Rumí, egregio poeta entre los orientales y melodioso ruiseñor de la vida contemplativa.

Extraño fenómeno el de una religion que, siendo tan espiritualista, ha conducido a los pueblos orientales á un fatalismo absurdo que destruye la nocion de la libertad y la responsabilidad, y establece la esclavitud y degradacion de la mujer!

Alcaparrón cesó de gemir. Diga usté, señó, ya que tanto sabe. ¿Cree su mersé que golveré alguna vez a ver a mi prima?... Necesitaba saberlo, le dolía la angustia de la duda, y deteniendo su paso, miraba suplicante a Salvatierra con sus ojos orientales, que brillaban en la penumbra con reflejos de nácar.

Los autores de este libro, modestos periodistas que no abrigan al publicar esta obra otro pensamiento ni persiguen otra finalidad que reseñar fielmente lo que vieron durante su permanencia en las montañas Orientales, no son los llamados á pronunciar la última palabra en cuestión de tanta trascendencia como la que sirve de tema á este capítulo.

Sus naturales se llaman Blacos, gente belicosa, y que tuvo muchos años oprimidos á los Emperadores Orientales, y aun hoy entre los Turcos conservan su nombre y valor, puesto que sujetó á tan bárbara y poderosa gente.

Estaba habituada, años y años, a oír los latinajos del antiguo marinero, que desde su banco apoyaba a gritos las respuestas del ayudante. Todos daban cierto carácter sagrado a estos desvaríos, como los orientales, que ven en la demencia un signo de santidad. Fumó Jaime en la entrada de la iglesia para entretenerse.