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Era el que más le ofendía cada vez que intentaba darle buenos consejos. «Ustedes los periodistas, que son medio locos...» «Usted, que no hará nada en América porque es escritor...» Manzanares admiraba la brutalidad como la más grande de las facultades, y se hacía lenguas de un gobernante cuando amenazaba con perseguir a «la canalla popular».

Los pueblos debían ser regidos por hombres a caballo, con deslumbrantes uniformes. Y satisfecho de que a él le hubiese tocado esta suerte al nacer en Alemania, abrumaba con ironías y sarcasmos a la más célebre de las Repúblicas. Nunca había querido vivir en París. ¡Una nación gobernada por abogados y periodistas! ¡Un pueblo sin moralidad y casi sin familia! Todo el mundo sabía esto...

Pero tenía un amigo periodista. Los periodistas son buenos, son sencillos, son amables. Y este periodista que, como es natural, tampoco tenía dinero publicó en su periódico un suelto en que demandaba la caridad para su amigo. Cuando salió el periódico, mucha gente leyó el suelto y no hizo caso; pero hubo tres hombres que sacaron un cuadernito pequeño y apuntaron las señas.

Comprendo que se metan un poco con los periodistas, los artistas y otros seres de condición inferior cuando se permiten tirar de la espada: conviene recordar a esas gentes que tienen puños para batirse, y que basta con creces esta arma para vengar la clase de honor que poseen. Pero porque un caballero se conduzca y proceda como tal, la justicia no tiene nada que decir, y nada dice.

Abrazábanse paisanos y militares congratulándose de aquel día, que todos creían el primero de nuestro bienestar. Los hombres graves, los escritores y periodistas, rebosaban satisfacción, dando y admitiendo plácemes por la aparición de aquella gran aurora, de aquella luz nueva, de aquella felicidad desconocida que todos nombraban con el grito placentero de: ¡Las Cortes, las Cortes!

Bien quisiera yo hablar aquí del movimiento intelectual de Málaga, en el día de hoy; de Málaga, de donde nos han venido a Madrid periodistas tan infatigables como D. Andrés Borrego; tan eminentes hombres de Estado como Cánovas, y los más notables iniciadores y promovedores del género andaluz como Estébanez Calderón y D. Tomás Rodríguez Rubí.

En cambio, a Clementina le ayudaban los acreedores de su marido, sus amigas Pepa Frías, que no cesaba un momento de ir y venir visitando a los médicos, a los magistrados, a los periodistas, la condesa de Cotorraso, la marquesa de Alcudia, su cuñado Calderón, sus amigos el general Patiño y Jiménez Arbós, y más que todos ellos, como quien más obligación tenía, su amante Escosura.

Doce años hace que conocí á Edmundo Rostand; fué una tarde de invierno, en la redacción de Le Gaulois. Días antes se había estrenado «Cyrano», y aquel éxito, sin precedentes en la historia del teatro, parecía ceñir á la figura delicada del joven autor un halo de oro y de luz. Un apretado grupo de literatos y periodistas rodeaba al poeta.

Todavía Morsamor, no satisfecho con las primeras nociones de aquella ciencia nueva, imitó proféticamente lo que hacen los periodistas del día en las interviews y siguió preguntando. Para abreviar, sin que nada de lo más importante quede obscuro, prescindiremos de consignar las preguntas y sólo pondremos aquí tres o cuatro de las más notables contestaciones que Morsamor obtuvo.

Lo que allí se dijera había de trascender muy lejos, que para eso había periodistas a la mesa; y era de necesidad, por tanto, que las palabras salieran pesadas y medidas de la boca de los oradores.