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Cuando venía algún coche o carro, era menester que los transeúntes nos metiésemos en un portal para no ser atropellados, porque la calle, a duras penas, dejaba paso al vehículo. Todos los balcones y ventanas estaban adornados con tiestos que rebosaban de flores: los claveles de una ventana besaban muchas veces las rosas de la de enfrente.

¡Vaya con Antoñico!... Se ha dedicao á recoger en su zahurda las palomas que se suertan... ¡Pa que se fíe uno de los amiguitos!... ¿Y quién es el tío para pedir el baúl? ¿Le toca algo con Soledad?... ¿Por qué no lo pide ella?... Y muy desabrido y amenazando cantar algunas claridades á Antoñico, se salió de casa. Era domingo de Carnaval. Las calles rebosaban de gente.

Al escuchar entonces el grave tañido de la campana, que sonaba lento y acompasado, indicando la oración, todos los ruidos cesaron; todos aquellos corazones en que rebosaban la felicidad y la ternura se elevaron a Dios con un voto unánime de gratitud, por los beneficios que se había dignado otorgar a aquel pueblo tan inocente como humilde.

El césped que crecía al pie de los tapiales de las heredades contiguas ofrecía asiento en todo lo largo del camino, y los ramos y follaje que rebosaban por cima de los setos y bardales, formando una bóveda de verdura, templaban los duros rayos del sol, o las asperezas del viento en las estaciones rígidas del año.

No obstante, algo había que no se atrevía a manifestar, por no tener la seguridad de ser bien comprendida. Ni Segunda ni José Izquierdo lo comprenderían tampoco. Y como le era forzoso echar fuera aquellas ideas, porque no le cabían en la mente y se le rebosaban, tenía que decírselas a misma para no ahogarse. «Ahora que no temo las comparaciones. Entre ella y yo, ¡qué diferencia!

Nuestros corazones, que palpitaban tristemente, rebosaban de pena y dolor, sin alientos para poder pronunciar las más simples palabras. Una barrera insuperable se había interpuesto entre nosotros; ambos estábamos abatidos y enfermos de pesar. El pasado, lleno de esperanzas, había terminado; teníamos por delante el porvenir sombrío, melancólico y desesperante.

Pero en esta noche del 25 de Mayo, no era sólo su falta en el cortejo lo que le preocupaba: había tenido un encuentro aquel día, ¡y qué encuentro! en la calle Florida, en el sitio más frecuentado, cuando iba él más distraído; ¡cataplúm! la gente esa, la familia de Esteven, frente a frente, a pie, en la misma acera; la mamá y las dos niñas, tan esponjadas y orgullosas, que rebosaban de la acera.

Alguna vez, retozando, la admiración y el deseo que rebosaban del alma habían salido a los ojos; se detenía, quedaba inerte; la contemplaba con mirada húmeda y anhelante, y estaba a punto de flaquear y rendirse a pedirle humildemente un beso de su fresca boca; mas al instante, el temor muy fundado de asustarla y perder su confianza le obligaba a seguir representando el papel de joven aturdido y bromista.

Las jóvenes, adornadas con lindos pañuelos de colores, formaban grupos a las puertas de las casas. Vendedores de frutas y confites atronaban con sus gritos. Las tabernas rebosaban de gente, y los puestos de vino entoldados que había en medio de las calles lo mismo. Repicaban las campanas y estallaban sin cesar los cohetes. El sol reía en el espacio.

La ternura, la admiración, la dicha rebosaban de su pecho y ya no pudo apartar los ojos de los del Señor, bebiendo en ellos el misterio e inefable deleite de la gloria. El mismo deseo se presentó de nuevo en su mente. Esta vez lo formuló con palabras, cuyo aliento cálido resbaló por sus manos cruzadas delante de la boca.