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Al lado de ella, en una butaquita, estaba otra señora, que formaba contraste con ella; morena, delgada, menuda, de extraordinaria movilidad, lo mismo en sus ojillos penetrantes que en toda su figura. Era la marquesa de Alcudia, de la primer nobleza de España.

Cuando hubo cambiado algunas palabras corteses con casi todos los tertulios, haciendo a cada cual la reverencia que dada su posición le correspondía, la marquesa de Alcudia le tomó por su cuenta, y llevándole a uno de los ángulos del salón y sentados en dos butaquitas, comenzó a hablarle en voz baja como si se estuviese confesando.

Así, instantáneamente se pasa de la vegetación risueña á la melancólica, y de la tersa llanura á los planos inclinados y á las sinuosidades profundas. La noche se acercaba cuando descendí en Alcudia del tren del ferrocarril. Despues de aquellos contrastes puramente materiales iba á conocer otros de carácter social muy interesantes.

Ni Federico ni nadie.... ¡Déjame en paz!... mira, aquí está el padre Ortega; levántate. #Más personajes.# Un clérigo alto, de rostro pálido y redondo, joven aún, con ojos azules y mirada vaga de miope, apareció en la puerta. Todos se levantaron. La marquesa de Alcudia avanzó rápidamente y fué a besarle la mano. Detrás de ella hicieron lo mismo sus hijas, Mariana y las demás señoras de la tertulia.

A cada persona la trataba según sus antecedentes, posición y temperamento. Cuando tropezaba con una devota escrupulosa, viva y ardiente como la marquesa de Alcudia, el buen escolapio apretaba de firme las clavijas, se mostraba exigente, tiránico, entraba en los últimos pormenores de la vida doméstica y los reglamentaba. En casa de Alcudia no se daba un paso sin su anuencia.

No pudo contestar; tal fué su emoción. Clementina estaba triste, inquieta. Pero no lo hallaba. Era forzoso resignarse a dejar transcurrir un rato. Los minutos le parecían siglos. Había charlado unos momentos con la marquesa de Alcudia, mas ésta la había dejado en cuanto entró el padre Ortega.

Esta niña gastaba aún los cabellos trenzados, con un lacito en la punta de la trenza, lo mismo que la última de las de Alcudia, con quien sostenía tímida e intermitente conversación. El traje una matinée azul, demasiadamente corta para sus años. Los señores de Calderón solo tenían esta hija y un niño de dos años.

La cual salió a la calle correcta y severamente vestida en traje de ceremonia diurna. Almorzó en Lhardy, dió una vuelta por Los Salvajes, y a las tres de la tarde, poco más o menos, se dirigió a casa de su tía la marquesa de Alcudia, sita en la calle de San Mateo. Esta severísima señora era muy celosa de la religión como ya sabemos. Lo mismo de su alcurnia, por no decir más.

La razón de esta condescendencia era que Pepe Castro no había venido por mandato expreso de su tía la marquesa de Alcudia. Las negociaciones matrimoniales, llevadas con gran sigilo, exigían cada vez más prudencia. Como Maldonado era tan íntimo amigo del dueño de su corazón, Esperancita sentía cierto deleite teniéndole a su lado.

El castillo de Cuzna levantado en lo mas áspero de la Sierra comunicaria al propio tiempo con las alturas de Hinojosa, los Pedroches, Santofimia y la Alcudia; así toda Andalucía estaba ramificada bajo la dominacion islamita, y aun muchos siglos despues, por líneas de atalayas que formaban el imperfecto sistema telegráfico de aquellos tiempos.