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El río corre rumoroso, de escalón en escalón, entre dos ringlas de viejas casas; las calles son estrechas, sórdidas; un olor de humedad y cocina se exhala de los porches oscuros; tocan las campanas a las novenas; entran y salen en las iglesias mujeres con mantillas negras, hombres que remueven en el bolsillo los rosarios.

Pero la idea de abandonar al hijo de sus entrañas en manos de mujeres sórdidas y empleados brutales la había horrorizado siempre. Luchó bravamente cuanto pudo, privándose ella bastantes veces del necesario sustento para alimentar al niño, que ya contaba cerca de tres años. Había llegado, sin embargo, el fin del combate y resultaba vencida.

El Magistral se alejó sin ser visto, pensando entonces en los años en que él también aprendía que «la verdad en la cosa es la cosa misma». Ahora le importaba muy poco la cosa misma, y la verdad y todo... no quería más que hundir el alma en aquella pasión innominada que le hacía olvidar el mundo entero, su ambición de clérigo, las trampas sórdidas de su madre de que él era ejecutor, las calumnias, las cábalas de los enemigos, los recuerdos vergonzosos, todo, todo, menos aquel lazo de dos almas, aquella intimidad con Ana Ozores. ¡Cuántos años habían vivido cerca uno de otro sin conocerse, sin sospechar lo que les guardaba el destino!

Salabert triunfaba. El granuja del mercadal de Valencia traía los reyes a su casa. Sus ojos saltones, mortecinos, de hombre vicioso, brillaban con el fuego del triunfo. La explosión de la vanidad hacía volar en pedazos las inquietudes sórdidas que aquel baile le había causado, la lucha a muerte que había sostenido con su avaricia.

Con tal motivo asomaban la cabeza mil pasiones sórdidas en el alma de los que más debieran tenerla atribulada. Salabert pensaba con disgusto en la herencia que revertía a su hija. Hizo nuevos esfuerzos para que su esposa revocase el testamento, pero inútilmente. Por primera vez en su vida D.ª Carmen daba señales de gran firmeza de carácter.

Gabriel, que conocía su hermosura interior, pensaba en las viviendas engañosas de los pueblos orientales, sórdidas y miserables por fuera, cubiertas de alabastros y filigranas por dentro. No en balde habían vivido en Toledo, durante siglos, judíos y moros.

Es verdad afirmó su hermana la viuda. Yo creo siguió la señorita que el objeto de la música es conmover..., elevar el alma, hacernos derramar lágrimas..., transportarnos a regiones ideales, lejos del mundo prosaico en que vivimos... Porque la verdad es que la prosa se va apoderando de tal modo de la sociedad que pronto va a parecer ridículo hablar de cosas que no sean materiales y sórdidas.

Apenas se acordaba ya de las sórdidas alegrías de sus padres, de la sorpresa de sus hermanas, de la violenta oposición del viejo conde, de los plácemes serviles de las vecinas, de las miradas agudas y coléricas de las muchachas de la villa, de los preparativos fastuosos de la boda, del caballo blanco en que salió de su casa para la iglesia.