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Cada vez que el cuerpo de Lucía entraba en la zona luminosa, despedían áureo destello los botones de cincelado metal, encendiéndose sobre el paño marrón del levitín, y se entreveía, a trechos de la revuelta falda, orlada de menudo volante a pliegues, algo del encaje de las enaguas, y el primoroso zapato de bronceada piel, con curvo tacón.

Mira, amiguito mío, cómo vencen los de aquí. Ya van los otros en retirada. ¡Grande y poderoso rey! Daría la mitad de mi vida por ponerme encima de su casco, de aquel áureo yelmo, ante cuya cimera se inclinarán con pavura todos los monarcas y naciones de la tierra.

La vida galante, de perfumes, de joyas, de elegantes y afrodisíacos venenos, de bacarrat, de música frívola y áureo tintinear de relucientes luises, tiene este amargo contraste del calabozo y del buriel del presidiario. El grillete disipa los sueños absurdos de morfina.

Jouarre, junto a una consola, cuyas luces, entre los ramos de orquídeas, orlaban sus cabellos de aquel nimbo áureo que tan justamente le pertenece como «reina de la gracia entre las mujeres». Recuerdo aún su sonreir cansado, el vestido negro con adornos de color de oro, el abanico antiguo que tenía sobre el regazo.

El pico de Cabreras se tinta en rosa; la cordillera del fondo toma una suave entonación violeta; el castillo de Sax refulge áureo; blanquea la laguna; las viñas, en la claror difusa, se tiñen de un morado tenue. Lentamente la sombra gana el valle. Una a una las blancas casitas lejanas se van apagando.

Donna Olimpia fue la que más agradó y sorprendió por su porte majestuoso, y más aún por la nítida blancura de su tez y por el áureo fulgor de sus cabellos rubios, prendas muy raras en aquella tierra. Así es que la consideraron y ponderaron como si fuese criatura sobrehumana y hasta la propia Parabanú, emperatriz de las hadas.

Últimamente se destacaba la voz de Pez, de un tono íntimamente relacionado con su áureo bigote, que por la igualdad de los pelos parecía artificial, y el efecto narcótico crecía... El tal no podía ver sin amarga tristeza la situación a que habían llegado las cosas por culpa de unos y otros... La revolución con su todo o nada y los moderados con su non possumus ponían al país al borde de la pendiente, al borde del abismo, al borde del precipicio. Estaba el buen señor desilusionado, y no creía que hubiera ya remedio para el mal. Este era un país de perdición, un país de aventuras, un país dividido entre la conspiración y la resistencia. Así no podía haber progreso ni adelanto, ni mejoras, ni tampoco administración.

Llamó de pronto su atención el silencio con que el príncipe y Castro escuchaban á Novoa, y fijó en éste sus ojos de visionario todavía deslumbrados por el revoloteo áureo de la Quimera. También el sabio hablaba de millones de millones, de cifras que no podía abarcar con palabras y detallaba repitiendo uno tras otro docenas de ceros. Sonrió Spadoni con desprecio.

El cielo despejado parecía sobre nuestras cabezas y todo alrededor bóveda de zafiro limpio y claro. Y la risueña costa iba alejándose, esfumándose en el aire, y, por último, sepultando sus cocoteros, sus palmas y toda la pomposa lozanía de sus ricos campos y de su perenne verdura en áureo piélago de líquidos rubíes, que tal era el aspecto del mar al sepultarse también el sol en el ocaso.

Al son de los instrumentos músicos, venían todos cantando, con deliciosa melodía, un himno del Rig-Veda, del que Morsamor comprendió milagrosamente y conservó en la memoria, no sabemos si con entera fidelidad, las siguientes estrofas: «Áureo germen de luz apareciste al principio. Soberano del mundo llenaste la tierra y el cielo. ¿Eres el Dios a quien debemos ofrecer holocausto?».