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Lo tengo tan presente, que si fuera pintor podría hacer su retrato de memoria y con los ojos cerrados: petizón, piernas cortas, movible como una ardilla, muy cabezón, largos cabellos ensortijados y una frente ancha y espaciosa que revelaba todos sus talentos.

La mula, alta y forzuda, con grandes desolladuras por la falta de limpieza, llevaba el cabezón adornado con cintajos multicolores encontrados en la basura. Parecía una bestia de tribu marchando adornada a una fiesta salvaje. Esa me llevará dijo Coleta . ¡Eh, tío Polo... señor Polo, pare usted! Aquí hay amigos.

Primeramente los amarraban, al venir de la libertad de la dehesa, para que se acostumbrasen a comer en el pesebre; luego salían al campo, frente al cortijo, con cabezón y una larga cuerda, para dar vueltas como en un picadero, y que aprendiesen a tranquear, a poner la pata de atrás donde habían puesto la delantera, o más allá, si era posible.

Se conspiraba con el deseo, con las noticias, con las sospechas, con las hipérboles, con las sátiras, con verdades y mentiras, con el llanto tributado a los muertos y las oraciones por el triunfo de los vivos. Tal era Madrid a fines de mayo de 1808, antes de que sonaran los primeros cañonazos de Cabezón y los primeros tiros del Bruch.

Los corpiños eran bajos; pero la camisa, alta, plegado el cuello, con un cabezón labrado de seda negra, puesta una gargantilla de estrellas de azabache sobre un pedazo de una coluna de alabastro: que no era menos blanca su garganta; ceñida con un cordón de San Francisco, y de una cinta pendiente, al lado derecho, un gran manojo de llaves.

En vano doña Eugenia agotaba para convencerla toda clase de razonamientos y representaciones. Araceli, en el colmo de la desesperación, torciéndose las manos, exclamaba: ¡Pero mamá de mi alma! ¿qué dirá la duquesa de Colmenar de la Oreja, qué dirá el marqués de Cabezón de la Sal al verse junto a un hombre que se llama Trompeta?

A pocos pasos de la gente que comía, mendigos asquerosos imploraban la caridad; un elefancíaco enseñaba su rostro bulboso, un herpético descubría el cráneo pelado y lleno de pústulas, este tendía una mano seca, aquel señalaba a un muslo ulcerado, invocando a Santa Margarita para que nos libre de «males extraños». En un carretoncillo, un fenómeno sin piernas, sin brazos, con enorme cabezón envuelto en trapos viejos, y gafas verdes, exhalaba un grito ronco y suplicante, mientras una mocetona, de pie al lado del vehículo, recogía las limosnas.

La vizcondesa había estado arrodillada cerca de sin que la viese y advirtiendo cuando me levanté que dejaba el bolsillo se apresuró a recogerlo. ¡Lo que pudimos reír...! Al salir, en las escaleras de la iglesia tropezamos al marqués de Cabezón de la Sal, íntimo amigo del vizconde, y nos propuso dar una vuelta por la calle de Alcalá.