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Pensé en lo que podía suceder si llegaba mi marido a concebir ciertas dudas, y comencé a arrepentirme de haber engañado a ese hombre para tan bueno... En aquellos momentos descendió sobre la gracia del cielo y mis ojos se abrieron a la luz; tuve horror de mi conducta y he tratado de hacerla olvidar, humillándome ante Dios y confesando mis pecados... He cumplido las más duras penitencias que se me han impuesto, y nada eran si las comparaba con la angustia que me oprimía el corazón a la sola idea de que mi marido llegase un día a descubrir mi crimen... Cuando creía acabado mi suplicio, perdonada mi falta, asegurada por completo mi tranquilidad, surge usted de nuevo en mi camino... Al verle comprendí que mi verdadero sufrir comenzaba ahora y ya ve cómo no me he engañado... ¡Dios mío, Dios mío! ¿Será preciso que...? En fin, le he dicho la verdad, toda la verdad, señor Delaberge, y pues la sabe usted ya, yo se lo ruego juntas las manos, sea usted bueno y honrado: haga como si nada supiese y déjenos...

Bonis también creía que aquella vida no era para llegar a viejo; pero, a pesar de cierto vago temor a ponerse tísico, estaba muy satisfecho de sus hazañas. Se comparaba con los héroes de las novelas que leía al acostarse, y en el cuarto de su mujer, mientras velaba; y veía con gran orgullo que ya podía hombrearse con los autores que inventaban aquellas maravillas.

Por fin, Manolita supo que Melchor la amaba gracias a una carta de éste, en la cual, conforme al patrón de todas las declaraciones, comparaba su corazón con el Vesubio, y comenzando con las consabidas frases: «Señorita: desde el móntenlo que la vi a usted», etc., terminaba: «Salve usted este corazón que está herido de muerteManolita acogió burlescamente la declaración del dependiente, mas no por esto dejó de agradecerla, con esa satisfacción que causa en toda mujer el saber que es amada, y nada dijo a su familia ni a Rafael.

Comparaba ella la situación a la aventura de flotar sobre mansa corriente perezosa, sombría, a la hora de la siesta; el agua va al abismo, el cuerpo flota... pero hay la seguridad de salir de la corriente cuando el peligro se acerque; basta con un esfuerzo, dos golpes de los brazos y se está fuera, en la orilla.... Ya sabía Ana en sus adentros que aquello no estaba bien, por que ella no podía responder de la prudencia de don Álvaro. «Pero, ¿no estaba segura de misma? ¡pues entonces! ¿por qué no dejarle venir a casa, contemplarla, mostrar los cuidados de una madre, la fidelidad de un perro?». «Además, quien mandaba en casa era su marido, no era ella. ¿Buscaba ella a Mesía?

La bella arlesiana había perdido ya las esperanzas y la paciencia. Nadie le escribía de Corfú; no sabía noticias de su amante ni de su hijo; el doctor, ocupado en cosas más importantes, ni siquiera le había dado el pésame por la muerte de su marido. Comenzaba a dudar del señor de Villanera y se comparaba a Calipso, a Medea, a la rubia Ariadna y a todas las abandonadas de la fábula.

Celipín, por amor de Dios, piensa bien lo que dices. No lo puedo remediar. Ya ves cómo nos tienen aquí. ¡Córcholis! No somos gente, sino animales. Nada, nada, no somos más que bestias que ganamos un jornal.... ¿Pero no me dices nada? La Nela no respondió... Quizás comparaba la triste condición de su compañero con la suya propia, hallando esta infinitamente más aflictiva.

Yo comparaba la inmensa riqueza encerrada en el «Tesoro» de la catedral, con la profunda miseria de las clases inferiores de Toledo, ciudad que vegeta en el aislamiento, sin industria, comercio, ni agricultura importante, y me decia con tristeza: «¡Qué bien haría la Vírgen de esta catedral si, imitando á Isabel la Católica, no ya para descubrir un mundo sino para resucitar á Toledo, destinara sus joyas de valor fabuloso para un ferrocarril que comunicase á esa imperial ruina con todos los pueblos del magnífico valle del TajoDe cada catedral de España, sin contar mas que los valores de lujo, puede salir un ferrocarril; pero no hay riesgo de que salga nada, sin que por eso falten las entradas.

El señor José comenzaba a sospechar si el mundo sería distinto de como él lo imaginaba. No sentía las mismas energías de antes para abominar de los vociferadores, que deseaban que la sociedad diese una vuelta, colocándose arriba los de abajo. El dolor le hacía tolerante. Ya no comparaba la organización social con la disciplina militar.

Conocía muy bien la criada este fácil girar de los pensamientos y la voluntad de su señora, a quien comparaba con una veleta; y sin tomar a pecho sus displicencias y raptos de ira, esperaba que cambiase el viento. En efecto, este variaba de improviso, rolando al cuadrante bueno; y si en un momento la malva se había convertido en cardo, en otro momento tornaba a su primera condición.

Esta fotografía la llevaba constantemente consigo, y en casi todas las encrucijadas la sacaba, examinaba el paisaje y lo comparaba, sin saber, por cierto, si la vieja casa había sido derribada después de sacada la instantánea. ¿No le dijo nunca la razón que tenía para desear tan empeñosamente visitar esa casa?