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La señora Chermidy y su inseparable le Tas desembarcaron el 24 por la noche en la ciudad de Corfú. La viuda del comandante había hecho las maletas a toda prisa. Apenas si tomó el tiempo preciso para reunir cien mil francos para el salario de Mantoux y gastos imprevistos.

Esta cambiaba a ojos vistas y aquella belleza renaciente podía derribar en un instante la frágil barrera que separa la amistad del amor. Todos estos sentimientos mal definidos y más difíciles de nombrar que de describir constituían la alegría de la casa y la dicha de Germana. Encontraba una gran diferencia entre su último invierno de París y su primer verano de Corfú.

La bella arlesiana había perdido ya las esperanzas y la paciencia. Nadie le escribía de Corfú; no sabía noticias de su amante ni de su hijo; el doctor, ocupado en cosas más importantes, ni siquiera le había dado el pésame por la muerte de su marido. Comenzaba a dudar del señor de Villanera y se comparaba a Calipso, a Medea, a la rubia Ariadna y a todas las abandonadas de la fábula.

Su impaciencia se revelaba hasta el punto de que los pasajeros de primera la designaban con el nombre de la heredera, y en voz baja se decía que iba a Corfú a incautarse de una herencia cuantiosa. Hizo bastante mala mar durante dos días, y todo el pasaje se mareó a excepción de la heredera de Germana, que no tenía tiempo para notar los vaivenes del barco.

De un lado, sonreía al amor, del otro hacía muecas al crimen. La una se mostraba porque era hermosa; la otra se ocultaba porque hubiera causado horror. La señora Chermidy prometió al duque ocuparse en su asunto. Aquel mismo día, efectivamente, habló con le Tas acerca del criado que se podría enviar a Corfú.

Balbució algunas palabras ininteligibles y se dejó caer pesadamente en un sillón. La señora Chermidy fue a sentarse a su lado. ¡Buenos días, señor duque! exclamó . Buenos días, y adiós. El duque palideció y repitió estúpidamente: ¿Adiós? , adiós. ¿No me pregunta usted a dónde voy? . Pues bien, esté satisfecho. Voy a Corfú. A propósito dijo él . Creo que mi hija ha muerto.

Esperaba enterarse a su llegada de la muerte de Germana, y lo primero de que se enteró fue de que la lengua francesa no está muy extendida en los hoteles de Corfú, y como entre la señora Chermidy y le Tas no poseían más lengua extranjera que el provenzal, no hay que decir que con ella tampoco adelantaban nada. Les fue preciso recurrir a un intérprete, y cenar mientras lo esperaban.

No esperaba, señora dijo sin contestar a la pregunta , encontrarla tan bien. La última carta que el señor duque recibió de Corfú... , efectivamente, señora; había llegado ya al último extremo, pero no me han querido en el cielo. Pero siéntese a mi lado. A la hora presente mi padre y mi madre ya estarán tranquilos. ¡Oh, estoy completamente restablecida! Debe conocerse, ¿no es verdad?

La señora de Villanera entró en alarma, se informó de todo y decidió que era un judío incorregible, relapso y todo lo demás por añadidura. Le preguntó si le convenía buscar una plaza en Corfú, o bien prefería regresar a Francia. El desgraciado gimió, pidió gracia y recurrió a la intervención caritativa de la buena Germana, pero la señora de Villanera se mostró inexorable.

Le Tas le aconsejó que aguardase en París noticias más positivas; pero se cree con tanto gusto lo que se desea, que la señora Chermidy ya daba a Germana por enterrada. De Trieste a Corfú hizo el viaje en el puente con los gemelos siempre en la mano, para ser la primera en anunciar la tierra.