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Algunos pájaros acuáticos nadaban en torno del navío, irguiendo sus largos cuellos. A espaldas del Goethe quedaba el río libre, amarillo, rizado, lo mismo que una llanura de hierba seca. Los buques veleros, con sus trapos al viento, parecían molinos enclavados en esta falsa pradera.

Era, en suma, el viejo más guapo, simpático y frescachón que se podía imaginar; limpio como los chorros del oro, el cabello rizado, el bigote como la pura plata; lo demás de la cara tan bien afeitadito, que daba gloria verle; la frente espaciosa y de color marfil, con las arrugas finas y bien rasgueadas. Pues de cuerpo, ya quisieran parecérsele la mayor parte de los muchachos de hoy.

Era verdad; estaba allí disputando con don Frutos, que insistía en que el Don Juan Tenorio carecía de la miga suficiente. Don Álvaro permaneció junto a la Regenta. Ella le dejaba ver el cuello vigoroso y mórbido, blanco y tentador con su vello negro algo rizado y el nacimiento provocador del moño que subía por la nuca arriba con graciosa tensión y convergencia del cabello.

El mar, que visto desde lo alto del buque sólo estaba rizado por suaves ondulaciones, era ahora una interminable sucesión de montañas enormes de angustioso descenso y de sombríos valles, en los que el bote parecía que iba á quedarse inmóvil, sin fuerzas para emprender la ascensión de la nueva cumbre que venía á su encuentro. Los tres hombres remaron varias horas.

ELECTRA. Chist... Lo más seguro es dejarle en tu cuarto hasta la noche. ¡Vaya, que tener yo que ir a esa maldita inauguración! Electra... ELECTRA. ¿Estorbamos, Don Leonardo?... CUESTA. No, hija mía. Me hará usted el favor de esperar un poquito... hasta que yo termine esta carta. Tengo que hablar con usted... ELECTRA. Aquí estaré, señor. PATROS. ¡Y el pelito rizado, y las patitas...!

Apesar de sus cuarenta y cinco años, conservaba una frescura de cutis y una gallardía de talle que ni en sus mocedades habían ellos disfrutado: era un hombre verdaderamente notable por su figura: alto como sus hermanos, pero mejor proporcionado, de facciones correctas y varoniles, cabello negro y naturalmente rizado, donde apenas se advertía aún tal cual hebra de plata, patillas negras también, largas, sedosas, el cuello blanco y redondo como el de una mujer, el pie menudo y las manos finas y aristocráticas.

Eran las tres de la mañana y empezaba a despuntar el día. Me hallaba en una avenida larga y recta, cubierta de césped y a cien varas de distancia corría Ruperto, flotante al viento el rizado cabello. Me sentía rendido y respiraba fatigosamente; le volver el rostro y saludarme otra vez con la mano. Se burlaba de , porque veía que me era imposible alcanzarle.

A las ocho de la mañana sale vestido ya y ceñido, prendido y ajustado: ni una mota, ni una arruga lleva el frac: la bota es un espejo: el guante blanco como la nieve: la corbata no hace un pliegue: el pelo rizado, mejor diremos pintado: en todos los conciertos, en todos los bailes, en el paseo, en la luneta, erguido siempre, bailando, coqueteando. ¿Nunca se descompone, nunca se ensucia? ¿Qué secreto posee? ¿No le crece nunca la barba?

La india abrió y don Raimundo de Melo Portas e Azevedo entró en el patio, saludando, la chistera tornasol en la mano; en vez del levitón legendario, llevaba ahora un sobretodo de pelo rizado, de estos color de ceniza, que no muestran la porquería... No le conozco se dijo la señora; pero, a esta hora y con esa facha, viene por Quilito: debe ser un acreedor. ¡Que la Virgen nos asista!

Dos rosas asomaban sobre sus orejas, y bajo el ala de su fieltro, echado atrás y adornado con una cinta a flores, escapábanse en rizado flequillo las ondulaciones de su cabello, lustroso de pomada. Febrer, viendo estos adornos casi femeniles, sus grandes ojos y su pálida tez, lo comparó a una doncella exangüe de las que idealiza el arte moderno.