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Los brazos cubiertos de vello negro ensortijado, lo mismo que el pecho alto y fuerte, parecían de un atleta. El Magistral miraba con tristeza sus músculos de acero, de una fuerza inútil. Era muy blanco y fino el cutis, que una emoción cualquiera teñía de color de rosa. Por consejo de don Robustiano, el médico, De Pas hacía gimnasia con pesos de muchas libras; era un Hércules.

Después de un corto silencio, añadió, con el deseo de consolar a su hermano: Pero Sagrario, mi sobrina, estará hecha una hermosura. La última vez que la vi parecía una reina, con su moño rubio y aquella carita sonrosada, de vello dorado, como un albaricoque de los cigarrales. ¿Se casó con el cadete o está con tigo? El Vara de palo puso el gesto más sombrío y miró a su hermano torvamente.

Sólo la de Dios es dina; Mas quien no guarda la humana, No obedece la divina. ¿Vos quien, como llegué á vello, Partís mi cetro entre dos, Pues nunca mi firma ó sello Se obedece, sin que vos Deis licencia para ello? ¿Vos, quien vive tan en Que su gusto es ley, y al vellas, No hay honor seguro aquí En casadas ni en doncellas? Esto ¡lo aprendéis de !

¡Oh si á mi pluma concediera el cielo En esto lo que vello en mi persona! ¡Oh si así como la gran batalla Supiera describilla yo y cantalla! En una carta dirigida á su hermano, fechada en Milán en 1605, habla Virués muy prolijamente de un viaje de Milán á Flandes, que hizo al frente de un destacamento. Lo mejor y más animado es la descripción del paso de San Gotardo.

Y así, ejecutando la ley, desde ha cuatro días que el pregón se dio, vi llevar una procesión de pobres azotando por las Cuatro Calles. Lo cual me puso tan gran espanto, que nunca osé desmandarme a demandar. Aquí viera, quien vello pudiera, la abstinencia de mi casa y la tristeza y silencio de los moradores, tanto que nos acaesció estar dos o tres días sin comer bocado ni hablar palabra.

Alrededor de su boca, que no era más que una hendidura, y encima de sus quijadas, que no eran otra cosa que un armazón, crecía un vello tenaz, los fuertes retoños blancos de su barba que, afeitada semanalmente en cuarenta años, despuntaban rígidos y brillantes como alambres de plata. Hacían más singular el aspecto de esta cara dos enormes orejas extendidas, colgantes y transparentes.

Sobre el labio superior, fino y violado cual los bordes de una reciente herida, le corría un bozo tenue, muy tenue, como el de los chicos precoces, vello finísimo que no la afeaba ciertamente; por el contrario, era quizás la única pincelada feliz de aquel rostro semejante a las pinturas de la Edad Media, y hacía la gracia el tal bozo de ir a terminarse sobre el pico derecho de la boca con una verruguita muy mona, de la cual salían dos o tres pelos bermejos que a la luz brillaban retorcidos como hilillos de cobre.

Pues tratada en materia de afeites, cuervos entraban y les corregía las caras de manera que al entrar en sus casas, de puro blancas no las conocían sus maridos. Enlucía manos y gargantas como paredes, acicalaba dientes, arrancaba el vello; tenía un bebedizo que llamaba Herodes, porque con él mataba los niños en las barrigas, y hacía malparir y mal empreñar.

La lisura de ágata de la frente; el bermellón de los carnosos labios; el ámbar de la nuca, el rosa trasparente del tabique de la nariz; el terciopelo castaño del lunar que travesea en la comisura de la boca; el vello áureo que desciende entre la mejilla y la oreja y vuelve a aparecer, más apretado y oscuro, en el labio superior, como leve sombra al difumino cosas eran para tentar a un colorista a que cogiese el pincel e intentase copiarlas.

Bien decía doña Lupe que así como el primogénito se llevara todos los talentos de la familia, Nicolás se había adjudicado todos los pelos de ella. Se afeitaba hoy, y mañana tenía toda la cara negra. Recién afeitado, sus mandíbulas eran de color pizarra. El vello le crecía en las manos y brazos como la yerba en un fértil campo, y por las orejas y narices le asomaban espesos mechones.