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Sin embargo, quizás sea este el cuadro más discutido de Velázquez, hasta en lo que se refiere al color: pues al paso que unos críticos y pintores lo consideran como afeado por agrios contrastes y desentonos entre los rojos amarantados casi vinosos, y los azules intensos, otros creen que es la obra donde logró ser más colorista, mostrando su predilección por los maestros venecianos y su afición a la manera del Greco.

La lisura de ágata de la frente; el bermellón de los carnosos labios; el ámbar de la nuca, el rosa trasparente del tabique de la nariz; el terciopelo castaño del lunar que travesea en la comisura de la boca; el vello áureo que desciende entre la mejilla y la oreja y vuelve a aparecer, más apretado y oscuro, en el labio superior, como leve sombra al difumino cosas eran para tentar a un colorista a que cogiese el pincel e intentase copiarlas.

La calle, un museo de artes incoherentes. ¡Qué tipos maravillosos exhibiéndose con una tranquilidad y un aplomo inconcebibles! ¡Qué sombreros piramidales, vastos como necrópolis, unos invisibles, otros izados a lo alto de un cráneo puntiagudo por un milagro de equilibrio! ¡Qué corbatas! El pueblo que usa esas corbatas no producirá jamás un colorista de genio.

Estos jóvenes, no te quepa duda, serán nuestros amos por aquello de que «joven sociólogo en puerta, cacique a la vuelta». Hay que tenerlos satisfechos, hay que ganarse su amistad. Pero, hombre, ¿a ti, que eres un artista, qué te importa la amistad de los políticos? ¡Anda! ¿Imaginas que se puede ser en España un mediano colorista sin tener algún amigo ministro?

La elefantíasis. El Dr. Vargas. Las iglesias. Un cura colorista. El Capitolio. El pueblo es religioso. Las procesiones. El Altozano. Los políticos. Algunos nombres. La crónica social. La nostalgia del Altozano. La primera impresión que recibí de la ciudad de Bogotá, fue más curiosa que desagradable.

La más marcada era la de las novedades, la de la influencia de la fabricación francesa y belga, en virtud de aquella ley de los grises del Norte, invadiendo, conquistando y anulando nuestro ser colorista y romancesco. El vestir se anticipaba al pensar y cuando aún los versos no habían sido desterrados por la prosa, ya la lana había hecho trizas a la seda.

Yo mismo, en calidad de poeta descriptivo y colorista, había barajado en más de una ocasión estos lugares comunes de la estética andaluza, con aplauso de mis convecinos. Mas ahora la realidad excedía y se apartaba un poco de este convencionalismo poético. Por lo pronto, yo no reparé al entrar en la calle de Argote de Molina, a las once, si había en el cielo luna y estrellas.

Contaba á la sazón Lafontaine poco más de veinte años: era de mediana estatura y recio de hombros, y al mirar ladeaba la cabeza en un gesto resuelto y simpático de desafío; tenía la boca byroniana, triste y audaz; los ojos, fulgurantes; el mento, conquistador; la nariz, respingueña y cínica; el ademán, amplio; la frase frondosa y colorista.

Un hombre con alma de artista ha pasado muchos años tallando esas maderas, el tiempo cariñoso ha venido a contemplar su obra, comunicándoles el tinte opaco y lustroso, el aspecto de vetusto que las hace inimitables... ¡para que un cura imbécil y colorista arroje sobre ellas un tarro de añil diluido, encontrado en un rincón de la sacristía!

Aquel encanto de los ojos, aquel prodigio de color, remedo de la naturaleza sonriente, encendida por el sol de Mediodía, empezó a perder terreno, aunque el pueblo, con instinto de colorista y poeta, defendía la prenda española como defendió el parque de Monteleón y los reductos de Zaragoza.