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Pues ya verá V., caballero lo que sucedió dijo el hombre, siguiendo su historia mientras caminábamos hacia el cadalso. Me mandó a llamar muy tempranito, y yo me planté en la cárcel por el aire. Antes de entrar a verle, me obligaron a quitarme la ropa. Los grandísimos puercos tenían miedo que le trajese algún veneno. Querían a toda costa verle en el palo. Para registrarme me pusieron en cueros vivos y me trataron como a un perro... ¡Mala centella los mate a todos!... Pero, después de muchos arrodeos, no tuvieron más remedio que dejarme entrar... «¡Hola! ¿Estás ahí, Miguelillo? me dijo en cuanto me vio. Acércate y agarra una silla. Tenía ganas de verte antes de tomar el tole pa el otro barrio». Estaba fumando un cigarro de los de la Habana y tenía algunas copas delante. Había tres o cuatro personas con él, entre ellas el cura. «Acércate, hombre, y bebe una copa a tu salud, porque a la mía es como si no la bebieses. Aquí todos han trincado esta mañana, menos el pater, que se empeña en no probar la gracia de Dios». Bebí la copa que me echó, y hablamos un ratito de nuestras cosas. Yo no me cansaba de mirarle. Estaba tan sereno como V. y yo, caballero. Paecía que era a otro a quien iban a dar mulé. «¿Verdad que no estoy apurao, Miguelillo?... Eso hubieran querido los mamones de la cárcel, pero no les he dao por el gusto... ¡Anda, que se lo la perra de su madre!... Aquí el pater también me predica, pero es muy hombre de bien, y por ser muy hombre de bien le he servido en todo lo que hasta ahora ha mandao». Y era verdad, porque había confesao y comulgao sólo por el aprecio que le tenía. Cuando estábamos hablando entró un hombre pequeño, trabao y con las patas torcidas, y acercándose a la mesa le preguntó: «Oye, Francisco, ¿me conoces

Miguelillo, eres una bala perdida; has dado muchos disgustos á tu familia, pero siempre he pensado que tienes buena entraña: así lo he dicho á tu hermana cuando ha venido al caso. Lo que te está haciendo falta es alguien que te abra los ojos.

¡Lástima, Miguelillo, que no tengas afición a los toros! le dijo cortando repentinamente el hilo de la conversación y mirándole fijamente con ojos compasivos. ¡Si vieras qué buenos ratos se pasan! Si suprimiesen la suerte de las picas, iría con gusto dijo Miguel con deseo de complacer a su primo, soltando una bocanada de humo.

Todavía estuvo en ganancias un largo rato, hasta que viendo señales de que la suerte se torcía, levantose como jugador experto y salió de la sala abrazado a su amigo. ¿Qué hora es, Miguelillo? Las cinco menos cuarto. ¿Hay ánimo, verdad? le preguntó abrazándole de nuevo con efusión. ¡, hombre, ! Yo tengo ánimo y dinero contestó sonriendo.

Luego tosió y se limpió repetidas veces la boca con el pañuelo y añadió en voz baja, no sin que le subiese un poco de calor á la cara: Si por casualidad hablases con ella de , espero que te portarás como amigo... Porque, ya sabes... es inocente y propensa á los engreimientos y se cree todas las paparruchas que le cuentan... Y como no faltan malintencionados... ¿ entiendes?... No te digo más... Eres un hombre y conoces el mundo... Me prestarás un favor grande, Miguelillo, si la convences de que nadie puede hacerla más feliz que yo... Que no haga caso de comadres ni de jaleadores que sólo buscan modo de que regañemos para pescar á río revuelto... Bien sabes que nunca he sido tacaño para ella.

Cuando lo hubo efectuado, miró al gandul con sonrisa maliciosa y le preguntó: ¿No te ha dado hoy ningún dinero Soledad? Miguel negó rotundamente poniéndose colorado. ¡Vamos, Miguelillo, confiesa! ¡Que no, señor Pedro! No ha hecho más que darme de comer y este pañuelo de seda que usted ve repuso sacando uno del bolsillo. Pero Velázquez insistía bromeando.

Prometió todo lo que el otro quiso, bebió un número prodigioso de cañas y declaró terminantemente que su hermana sería una sinvergüenza si algún día olvidase lo que le debía. Velázquez, por su parte, se había puesto también de excelente humor. Atiende, Miguelillo, no quiero que andes ya más á salto de mata. Te vas á mi casa, ¿entiendes?

Me dejaron acercar, y me dijo: «Adiós, Miguelillo; estos cochinos me llevan a degollar como un carnero; vete pa casa, querido, que estás muy fatigao». Me dio un apretón de manos y se puso a hablar con el cura, que le reñía por lo que había dicho. Yo me separé, pero no quise marcharme. Seguí la comitiva hasta el mismo campo... hasta aquí, porque ya estamos en él.