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Y ella, aprovechando la tolerancia cariñosa del marido, gastaba con furor que escandalizaba a los buenos burgueses del Mercado. Seguía las modas con escrupulosidad costosa, y muchas veces aumentaba sus gastos hasta la locura, únicamente por el gusto de darles en las narices, como ella decía, al regañón de don Eugenio y al tacaño de su padre.

Inmediatamente pasaron las peluconas al bolsillo del ecónomo, que era un avaro más ruin que la encarnación de la avaricia. Hasta su nombre revela lo menguado del sujeto: ¡¡Gil Paz!! No es posible ser más tacaño de letras ni gastar menos tinta para una firma.

Ya está evitada replicó D. Juan, mirando al prestamista con la mayor frialdad. Ya no necesito el préstamo. ¡Que no lo necesita! exclamó el tacaño desconcertado. Repare usted una cosa, D. Juan. Se lo hago á usted... al doce por ciento.

Doña María entró también con la doncella de su sobrina; trajo papel del sello pobre para un memorial pedigüeño que debe Vmd. hacerle; dejó nota de la mucha hambre que padece, nombre del marido que pudo tener y murió, y estadística del estado en que puede hallarse la niña; dejaron la ropa blanca; me dió cuatro pellizcos de monja, y volverán para lamentarse, la vieja, del tacaño tiempo, y la sobrina, de la poca fe de los hombres....

Simoun había desaparecido, nadie le había visto. ¡Puñales! dijo el P. Camorra; ¡que tacaño es el americano! Teme que le hagamos pagar la entrada de todos en el gabinete de Mr. Leeds. ¡Quiá! contestó Ben Zayb; lo que teme es que le comprometan. Habrá presentido la guasa que le espera á su amigo Mr. Leeds y se desentiende.

Egoísta hasta la brutalidad, era derrochador para sus placeres y tacaño feroz cuando se trataba de las necesidades de los demás. Encontró ridículos los gustos aristocráticos de su esposa, y los suprimió despóticamente. Vendió el carruaje y los caballos, y doña Manuela, que tan exigente se mostraba en materia de ostentación con su primer esposo, acató servil y gustosa las órdenes del segundo.

El Guzmán de Alfarache, de Alemán; el Gran tacaño, de Quevedo, y el Marcos de Obregón, de Espinel, son las obras maestras de esta especie, llenas de un conocimiento profundo del corazón humano, de gracia inagotable, de animación y de sal, que por sus descripciones exactas de la vida ordinaria forman la más decidida oposición con el mundo ideal y fantástico de las obras coetáneas; pero no desnudas por esto de invención poética.

Luego tosió y se limpió repetidas veces la boca con el pañuelo y añadió en voz baja, no sin que le subiese un poco de calor á la cara: Si por casualidad hablases con ella de , espero que te portarás como amigo... Porque, ya sabes... es inocente y propensa á los engreimientos y se cree todas las paparruchas que le cuentan... Y como no faltan malintencionados... ¿ entiendes?... No te digo más... Eres un hombre y conoces el mundo... Me prestarás un favor grande, Miguelillo, si la convences de que nadie puede hacerla más feliz que yo... Que no haga caso de comadres ni de jaleadores que sólo buscan modo de que regañemos para pescar á río revuelto... Bien sabes que nunca he sido tacaño para ella.

La mamá y las niñas volvieron al comedor y dieron vuelta a la mesa, leyendo las tarjetas que acompañaban a los regalos. Allí estaba la del tío don Juan. Siempre el mismo. El muy tacaño, a pesar de sus millones, se había contentado con media docena de pasteles: total, tres pesetas. No se arruinaría.

Se le pusieron los ojos encendidos, las mejillas carmesíes. Luego se limpió sosegadamente con el pañuelo la boca y las narices, y dijo con acento campechano: Hombre, no sea usted tacaño. No se altere usted por esas miserables pesetas. Pero él no las soltó. El comerciante quiso llevarse el caballo. Tampoco pudo lograrlo. Hubo un momento de silencio.