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Me dejaron acercar, y me dijo: «Adiós, Miguelillo; estos cochinos me llevan a degollar como un carnero; vete pa casa, querido, que estás muy fatigao». Me dio un apretón de manos y se puso a hablar con el cura, que le reñía por lo que había dicho. Yo me separé, pero no quise marcharme. Seguí la comitiva hasta el mismo campo... hasta aquí, porque ya estamos en él.

Esta buena señora, que era a quien más debía, jamás le reñía ni castigaba, ni le decía siquiera una palabra desagradable: tratábalo con extremada dulzura, le acariciaba como si fuese su hijo y ocultaba y disculpaba sus pequeñas travesuras. Cuando llegó a los doce años, se reunieron en cónclave las damas y deliberaron acerca de lo que debía hacerse con el chico.

Por eso al hablar de política con sus amigos, resolvía todas las cuestiones citando las palabras del diario, y con el apoyo de éste, reñía con cuantos le contradijesen. En fin, que se sintió, por primera vez en su vida, hasta con deseos de ver la tierra en donde tanta maravilla se realizaba, y de contemplar de cerca á los seres que las producían.

Estos tres años se pasaron sin sospechar nosotros que íbamos creciendo, y nuestros juegos no se interrumpían, pues ella era más traviesa que yo, y su madre la reñía, procurando sujetarla y hacerla trabajar.

Es que el pobrecito tenía talento, se encontraba siempre en último lugar debiendo estar en el primero... ¡Hay en el mundo cada injusticia...! Por eso él no se conformaba nunca, y estaba siempre de mal humor y se enojaba y reñía con mi madre. Como era caballero y sus posibles no le daban para portarse como caballero, padecía lo indecible.

Reñía a su marido si con sus pies trasladaba la más leve pella de barro de la calle al salón, y revolvía la casa haciendo ir de cabeza a todos los domésticos apenas descubría en la cocina unas gotas de aceite derramadas fuera de la vasija o un pedazo de pan abandonado en un rincón. Una perla para la casa: ¿no lo decía yo? murmuraba el padre satisfecho. Su virtud era intolerable.

Y a la tarde, durante la comida, ostentó el benigno aspecto de un perro a quien se le arrebata un hueso. Reñía a Susana, quien a su vez la enviaba a paseo, pegábale al gato, arrojaba sobre la mesa los cubiertos haciendo un barullo espantoso, y por último, exasperada por mi actitud impasible y burlona, tomó una botella y la tiró por la ventana.

Transcurrían algunos meses sin que don Roque se ablandase. «¡Ché, Gallego: no me pillarás otra vez!...» Pero la generosidad del bolichero acababa con sus temores, y de nuevo se anunciaba una corrida de caballos. Si la fiesta había terminado sin peleas, González, triunfante, reñía al comisario. ¿Lo ve usted?... Este es un pueblo que progresa, y puede uno tener confianza en su decencia.

Ya no se reñía, se discutía con calor, pero sin ira. Los recuerdos evocados, sin intención patética, por doña Paula, habían enternecido a Fermo. Ya había allí un hijo y una madre, y no había miedo de que las palabras fuesen rayos. Doña Paula no se enternecía, tenía esa ventaja. Llamaba mojigangas a las caricias, y quería a su hijo mucho a su manera, desde lejos.

Sin embargo, la severidad de sus opiniones no reñía con cierta bondadosa transigencia en asuntos sentimentales. Y así, como Lucía le hiciera comprender el mutuo interés que tenían Adriana y Julio, desapareció instantáneamente todo su enfado. Y el señor Lagos, agregó, puede acabar de explicar a la señorita Adriana la escultura griega. Ambos entraron en una de esas salitas que están a trasmano.