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La baronesa viuda de Platavieja le cortó la frase, entrando en la sala seguida de sus seis hijas, amables retoños que en unión de la madre formaban en cantidad y calidad la suma de los pecados capitales, nombre por el cual se las conocía en la corte... Madre e hijas venían también presurosas e indignadas a protestar delante de la pobre Curra, y la señora baronesa aseguro coram populo que lo que había hecho la Villasis aquella noche era ni más ni menos que un timo...

Iba a decir una barbaridad. Y don Antolín siguió lanzando indignadas lamentaciones, hasta que al pasar frente a la puerta de su casa asomó Mariquita el abultado y feo rostro. Tío, basta de paseo. Se enfría el chocolate. Aun después de desaparecer el sacerdote dentro de su casa, siguió la sobrina sonriendo amablemente a Luna. ¿Usted gusta, don Gabriel?

Doctor aquel, estotro unico y doto Licenciado, de Apolo ambos sequaces Con raras obras y animo devoto. Las dos contrarias indignadas haces Ya miden las espadas, ya se cierran Duras en su teson y pertinaces. Con los dientes se muerden y se aferran Con las garras, las fieras imitando, Que toda piedad de destierran.

Recostada en el altar se encontraba la señora de Moscoso, con un color como una muerta, los ojos cerrados, las cejas fruncidas, temblando con todo su cuerpo; frente a ella, el señorito vociferaba, muy deprisa y en ademán amenazador, cosas que no entendió el niño; mientras el capellán, con las manos cruzadas y la fisonomía revelando un espanto y dolor tales que nunca había visto Perucho en rostro humano expresión parecida, imploraba, imploraba al señorito, a la señorita, al altar, a los santos..., y de repente, renunciando a la súplica, se colocaba, encendido y con los ojos chispeantes, dando cara al marqués, como desafiándole.... Y Perucho comprendía a medias frases indignadas, frases injuriosas, frases donde se desbordaba la cólera, el furor, la indignación, la ira, el insulto; y, sin saber la causa de alboroto semejante, deducía que el señorito estaba atrozmente enfadado, que iba a pegar a la señorita, a matarla quizás, a deshacer a don Julián, a echar abajo los altares, a quemar tal vez la capilla....

La marquesa de Villasis habíase negado rotundamente a aceptar la presidencia; Currita rechazó la humillante oferta de un cargo secundario, con muestras de gran resentimiento; las carlistas, muy indignadas, tiraron por un lado, y las radicales, muy ofendidas, se fueron por el otro, dejando vacante el canto épico a la caridad que perpetraba en silencio la excelentísima señora doña Paulina Gómez de Rebollar de González de Hermosilla, y vacío el gran bolsón Pompadour de terciopelo rojo que la señora de López Moreno pensaba encargar a la modista para recoger las colectas.

¡Qué le ha de pasar! exclamó su hermana Isabel roja de ira. ¡Que se ha caído de tonta! Y su madre y su prima Pepa se lanzaron al mismo tiempo indignadas y enfurecidas sobre ella. ¡Cómo!... ¿No te da vergüenza? ¡Llorar por un hombre que se burla de ti! ¡Loca! ¡más que loca! ¡Vaya un paso chistoso! La joven, sin responder á tales invectivas, seguía llorando con el rostro entre las manos.

Silbaban los guijarros entre las ramas, haciendo caer una lluvia de hojas y rebotando contra troncos y ribazos; los perros barraqueros salían con ladridos feroces, atraídos por el estrépito de la lucha, y las mujeres, en las puertas de sus casas, levantaban los brazos al cielo, gritando indignadas: ¡Condenats! ¡Dimònis!...

Esta agresión sin peligro parecía resucitar en su alma las almas indignadas de cien abuelos mediterráneos, tal vez piratas y crueles, pero que habían buscado al enemigo frente á frente, con el pecho desnudo, el hacha en la mano y el arpón de abordaje como únicos medios de pelea.

Y todo esto tendremos que hacer los varones en España, si queremos librarnos de la peste de que nuestras hijas ó nuestras nietas den en la gracia de rehabilitarse y perfeccionarse por mismas, al tenor de los pavorosos procedimientos empleados ya hoy en varios países por algunos sabihondos marimachos, vulgo marisabidillas, justamente indignadas de que siga siendo cierto aquel dicho de un filósofo: «Las mujeres nos deben la mayor parte de sus defectos: nosotros les debemos la mayor parte de nuestras cualidades

Los hombres, en los cafés o en el casino envidiaban a Rafael, comentando con ojos brillantes su buena suerte. Aquel chico había nacido de pie. Pero luego en sus casas unían su voz severa al coro de mujeres indignadas. ¡Qué escándalo! ¡Un diputado, un personaje que debía dar ejemplo! Aquello era burlarse de la ciudad.