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A uno y otro lado de la gran puerta del fondo estaban las sillas de coro de las religiosas, y sentadas en ellas las señoras del consejo: la marquesa de Villasis ocupaba la esquina derecha, teniendo a su lado a la duquesa de Astorga.

replicó Jacobo , ya me han entregado las credenciales. Y al decir esto, puso sobre la mesita del secrétaire la carta que, dictada por la Villasis misma, le había escrito Elvira la víspera. Leyóla atentamente la marquesa, como si le fuera desconocida, y devolviósela a Jacobo, diciendo: Me parece que están en regla... Puede el señor Bismarck, cuando guste, exponerme la marcha de su política.

De las heridas que el derrotado plenipotenciario de Constantinopla llevaba en el alma, ninguna escocía tanto a su vanidad, ninguna irritaba tanto su soberbia como el que fueran sus vencedores una beata y un fraile. En el paroxismo de su furor imaginábase estrangular algún día a la taimada Villasis con el pañuelo a cuadros azules y amarillos del hipócrita Cifuentes. Fin del libro segundo Libro III

Aturdida, la marquesa no contestaba, en efecto, porque ninguna respuesta tenía aquella lógica observación, tan oportuna e inesperada. La Villasis, compadecida de la angustia de su amiga, acudió al punto en su auxilio.

El correo de aquella mañana había traído a las dos señoras noticias importantes: la de Villasis había recibido la carta de Diógenes, y otra larga y detallada del padre Cifuentes.

El venerable Butrón seguía desde su agujero toda aquella pantomima, y murmuraba nervioso y exaltado: ¡Bien por Currita!... ¡Es lista esa mona Jenny, caramba!... ¡Con que María Villasis haga lo mismo, triunfamos! El señor Pulido, profeta siempre de desdichas, se permitió dudarlo; su olfato finísimo había adivinado un escollo en que el respetable Butrón no paraba mientes.

Que viene, hombre, que viene... Si se lo prometió ayer a Veva, que la mandé yo expresamente. Y así era, en efecto: la marquesa de Butrón había estado la víspera en casa de la Villasis a pedirle por todos los santos del cielo que no dejara de asistir a la junta; la pobre señora parecía azorada, y pedíaselo con tal ahínco, como si le fuera en ello la vida.

La marquesa de Villasis tardaba; eran ya las tres y media y el respetable Butrón sentía angustias de muerte, temiendo verse por segunda vez chasqueado por la dama.

Ella le interrogaba con los tristes ojos preñados de lágrimas; la Villasis dijo entonces moviendo lentamente la cabeza: Eres turco y no te creo... Elvira bajó anonadada la suya, porque le pareció que aquellas palabras derrumbaban de un golpe el castillo que allá en el fondo de su corazón levantaron antes la esperanza y el deseo.

La Villasis se detuvo un momento, y sin el menor alarde de esplendidez, con la sencilla naturalidad de quien ofrece una cosa insignificante, añadió en seguida: Por eso, en cuanto quieras disponer de ellos, tengo a tu disposición diez mil duros... Si más pudiera, más daría.