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Doña Manuela marchaba por el estrecho callejón que formaban las huertanas, sentadas en silletas de esparto, teniendo en el regazo la mugrienta balanza, y sobre los cestos, colocados boca abajo, las frescas verduras.

Enfrente hay un hombre sentado que da las papeletas; en cada puerta lateral hay otro que las recibe con el sello encarnado, en señal de que la cuenta se ha satisfecho. A izquierda y derecha están los mostradores de la oficina, y en cada uno dos señoras sentadas para la suma de las papeletas y la impresion del sello.

Pero las reliquias, las ruinas que más impresión producían, eran las tres damas nobles y deterioradas que allí vivían, y que en el momento de nuestra historia, correspondiente á este capítulo, estaban sentadas en la sala, puestas en fila. María de la Paz, la más vieja, en el centro; las otras dos á los lados.

El orgullo le hizo apresurarse, arrancando la fotografía de manos de Freya para pasársela á Ulises. Este vió á un oficial de marina algo maduro rodeado de numerosa familia. Dos niñas de cabellera rubia estaban sentadas en sus rodillas. Cinco chiquillos cabezudos y peliblancos aparecían á sus pies con las piernas cruzadas, alineados por orden de edad.

Rodeáronle las señoras sentadas en sillitas y cojines; acercáronse los caballeros formando en segunda fila. Después de meditar unos minutos para recoger las ideas, comenzó a exponer con voz suave y palabra lenta y solemne algunas consideraciones acerca de la familia cristiana. Ya sabemos que el padre Ortega era un sacerdote a la altura de la civilización contemporánea.

Cerca de ellas, sentadas en el suelo, había un corro de cuatro mujerucas, las cuales cuchicheaban desaforadamente, dirigiendo miradas penetrantes á todos lados. Eran las sabias del lugar.

A la derecha de la última puerta del salón de lectura que se abre en la terraza, hallábanse algunas señoras sentadas en bancos de hierro: entre ellas estaban Currita Albornoz y la duquesa de Bara. Más lejos, de pie, en medio de un grupo de hombres, peroraba Leopoldina Pastor con gran vehemencia, optando por empuñar las armas y exponiendo su plan estratégico.

La tía María estaba hilando al lado derecho de la chimenea; sus dos nietecitas, sentadas sobre troncos de pita secos, que son excelentes asientos, ligeros, sólidos y seguros. Casi debajo de la campana de la chimenea, dormían el fornido Palomo y el grave Morrongo, tolerándose por necesidad, pero manteniéndose ambos recíprocamente a respetuosa distancia.

Tenía fiebre, agitábase furioso, como si aún corriese por el cauce de la acequia cazando al hombre, y sus gritos asustaban á los pequeños y á las dos mujeres, que pasaron la noche de claro en claro, sentadas junto al lecho, ofreciéndole á cada instante agua azucarada, único remedio casero que lograron inventar. Al día siguiente la barraca tuvo entornada su puerta toda la mañana.

Las tres jóvenes que sentadas en sillas seguían la fila, eran sus hijas, muy semejantes a ella en el tipo físico, si bien no la imitaban en la movilidad: rígidas y silenciosas, los ojos bajos, con modestia y compostura tan afectadas, que pronto se echaba de ver el régimen severo a que las tenía sometidas su viva y nerviosa mamá.