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El orgullo le hizo apresurarse, arrancando la fotografía de manos de Freya para pasársela á Ulises. Este vió á un oficial de marina algo maduro rodeado de numerosa familia. Dos niñas de cabellera rubia estaban sentadas en sus rodillas. Cinco chiquillos cabezudos y peliblancos aparecían á sus pies con las piernas cruzadas, alineados por orden de edad.

Había el caballero cerrado los ojos; tenía las manos cruzadas sobre las rodillas. Don Juan, a veces, hacía un punto en su tarea y por encima del papel miraba con inquietud al enfermo. También don Pedro le observaba con atención, y miraba después a don Juan.

La enferma, desmejorada por la enfermedad, se había puesto terriblemente pálida por la emoción: se incorporó lo que pudo y sostenida por María, con las manos cruzadas sobre el pecho, abrió la boca para recibir el Cuerpo de Jesucristo.

Con el calor de la conversacion dexáron poco á poco de encontrarse uno enfrente de otro, y de tener cruzadas las piernas, aconsejándola Memnon tan de cerca, y siendo tan cariñosos sus consejos, que ni uno ni otro podian hablar de asuntos, ni sabian donde estaban.

Luego vio con la imaginación al amigo que estaba a pocos pasos de él, al otro lado de una pared de ladrillo, también inmóvil, con las extremidades rígidas, la camisa sobre el pecho, el vientre abierto y un resplandor mate y misterioso entre las pestañas cruzadas. ¡Pobre toro! ¡Pobre espada!... De pronto, el circo rumoroso lanzó un alarido saludando la continuación del espectáculo.

Al día siguiente de la muerte de Jaurés, el 1.º de Agosto á media tarde, la muchedumbre se agolpó ante unos pedazos de papel escritos á mano con visible precipitación. Estos papeles precedieron á otros más grandes é impresos llevando en su cabecera dos banderitas cruzadas. «Ya llegó; ya es un hecho...» Era la orden de movilización general. Francia entera iba á correr á las armas.

Nuestras novelas picarescas son cuentos de refectorio inventados a la hora de la digestión, con los hábitos sueltos, las manos cruzadas en la panza y la triple barbilla sobre el escapulario.

Desapareció la doctora, aturdida por este diálogo, del que sólo podía adivinar algunas palabras. Freya, inmóvil, con los ojos adormecidos y una rodilla entre sus manos cruzadas, se mantuvo aparte, entendiendo la conversación, pero sin intervenir en ella, como si le ofendiese el olvido en que la dejaban los dos hombres.

El secretario bostezaba en aquel momento estendiendo ambos brazos por encima de la cabeza y estirando en lo posible las piernas cruzadas por debajo de la mesita. Al verle todos se rieron.

Yo... la dotrina replicó la penitente temblando... muy mal. No nada. El capellán no hizo aspavientos. Al contrario, le gustaba que sus catecúmenos estuvieran rasos y limpios de toda ciencia, para poder él enseñárselo todo. Después meditó un rato, las manos cruzadas y dando vuelta a los pulgares uno sobre otro. Fortunata le miraba en silencio.