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, le admira... lo he leído en sus ojos... muy bien que hasta ahora no había mimado a su hija de usted... Excúseme usted... soy algunas veces tan distraída... suelo estar tan preocupada... Me decía usted, señor Fabrice, que eran ustedes todo el uno para el otro... ¿Hace mucho que esa pobre niña perdió a su madre? Poco más de cinco años. ¿Se casó usted muy joven? , muy joven.

La vieja señorita calló. Enjugó con sus manos enflaquecidas dos lágrimas que corrían por su ajada fisonomía; luego agregó esforzándose por sonreir: Perdón, primo mío: bastante tiene usted con sus desgracias... Excúseme... Por otra parte es tarde; retírese. Usted me compromete.

¿Puedo saber por qué, señora baronesa? ¡Dios mío! porque el día que se case usted con ella esas mismas cualidades, algunas por lo menos, pueden convertirse en defectos... No soy yo por cierto la que le reprocharé el sentirse orgullosa de su nacimiento y de poner muy alto la estima de su nombre y de su propia persona... pero aun a mis ojos, muy indulgentes por cierto en esos particulares, la señorita de Sardonne exagera sus méritos... Tiene, y quede esto entre nosotros, más soberbia que Lucifer... Usted mismo lo va a experimentar si Dios no lo remedia, mucho me lo temo, mi querido señor... No voy hasta decir que menospreciará a su marido, que a nadie puede inspirar tal sentimiento, ¡no, señor!... pero una alianza como la que ella concierta, tan completamente honrosa por otra parte, está en demasiado abierta contradicción con las tradiciones, con las costumbres de su familia, y de nuestra sociedad, como para que la señorita de Sardonne no deje de sufrir, más o menos, en su fuero interno... ¡Ay! querido señor, tan bien como usted que bajo el punto de vista de la sana razón, todo eso es perfectamente absurdo... pero permítame que le diga que conozco mejor que usted las ideas que a ese respecto reinan en nuestro medio social... Muy poco han cambiado, créame usted, esos sentimientos desde la época de Luis XIV y de Saint-Simon... ¡Perdone usted! lo que va usted a decirme... ¡Va usted a hablarme de la revolución!... ¡Jesús! ciertamente ha habido la revolución... pero si la revolución ha podido arrebatarnos nuestros privilegios y aun nuestras cabezas, no ha podido quitarnos los beneficios de eso que ustedes llaman, si no estoy equivocada, atavismo... es decir, en viejo francés, la excelencia de una sangre que se ha destilado y refinado en nuestras venas de generación en generación por espacio de quinientos o seiscientos años... Y... esa sangre se revela a pesar nuestro, mi querido maestro, cuando se la mezcla con otra... más joven... más pura... ¡Dios mío! no digo lo contrario, pero que, en fin, ni es de la misma esencia ni del mismo color... Por consecuencia, no es el uso hoy, pese a la revolución, que una señorita de la nobleza se case con un industrial... un sabio... un escritor... un artista, sean cualesquiera sus méritos... Algunas veces, suelen verse señoras tituladas casarse con poetas o con artistas... pero ésas son princesas extranjeras... En Francia la cosa no tiene casi precedentes... Y no vaya usted a creer, mi querido señor Fabrice, que en tales procederes haya nada de depresivo para aquellos que son objeto de él... a nadie en el mundo le gustan más que a nosotros los escritores, los poetas y los artistas... Hacemos de ellos con el mayor gusto el ornamento de nuestras mesas, el interés y el atractivo de nuestros salones... pero no nos casamos con ellos... ¡Excúseme usted! va usted a decirme que somos menos difíciles en lo que se refiere a alianzas de nuestros hijos y que los casamos con señoritas más o menos bien nacidas con tal que sean ricas.

Ese Juan de quien usted habla ¿es aquel hermoso joven de aspecto salvaje, que parecía aburrirse tanto en Saint-Jouin, el día que hicimos el paseo? Es él. Excúseme, Huberto; tengo que dejarlo solo otra vez, debo subir a acompañar a mi padre. Vaya, querida amiga; además, me despido de usted hasta mañana que vendré en busca de noticias. ¡Oh! ¡, venga!

Excúseme usted, querida amiga, estoy admirando. Es la primera vez que tengo el honor de venir a casa de la señora de Chanzelles; me pongo, pues, en contacto con lo que me rodea. Es una precaución, para , indispensable; ciertos muebles me son tan antipáticos, que no podría verlos dos veces, y el más insignificante bibelot me abre horizontes sobre el gusto y la calidad del alma de sus poseedores.

Puedes estar seguro, papá, de que Juan se hallará aquí mañana a la noche, si no es imposible. Corro al telégrafo. Excúseme, señor Martholl balbuceó el señor Aubry levantándose penosamente, voy a pasar a mi cuarto, no puedo más... Y sostenido por su mujer y su hija, salió del salón. María Teresa volvió pronto, con el rostro oscurecido y los ojos húmedos.

A continuación doy, en forma amena, algunas de sus observaciones. Excúseme el lector si las encuentra deficientes, y vea sólo en estas líneas un modesto intento de contribuir al estudio de la sociología comparada. Ron es un varón fuerte, a quien los naturalistas llaman saltador escénico, y dicen que es de la clase de los aracnoides, y aseguran que pertenece al orden de los atidos.

Y, sin embargo, me parece que un médico no está aquí de más. Eso no se lo perdono. Excúseme usted, doctor; he hecho mal dijo Hullin estrechándole la mano . ¡Pero han pasado tantas cosas desde hace ocho días!... ¡Siempre se le olvida a uno algo! Y, además, un hombre como usted no necesita que le requieran para cumplir con su deber.

Excúseme usted si le interrumpo exclamó la vizcondesa , pero puedo dar a usted garantías a este respecto... Ayer mismo he visto a Beatriz, y como la conversación recayese sobre su regreso de usted, me dijo aquélla que, después de haber pensado mucho, había resuelto no hacer jamás aquella confidencia a su marido, porque consideraba que eso sería, de una parte, turbar gratuitamente su reposo, y, por la otra, faltar a la delicadeza por lo que a usted se refiere.