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Pasen ustedes decía doña Teresa rodando en torno de sus amigas, que no se decidían a abandonar los asientos . Hagan ustedes el favor de seguirme. Vamos al comedor; allí hace más fresco. Todos adivinaban lo que significaba tal invitación. ¡Oh, no señora; muchas gracias! Ellos no podían permitir tantas molestias.

Los dañadores del barrio, infelices que trabajaban durante el verano en los tejares y sólo a impulsos del hambre invernal se decidían a ir de caza, admiraban al Mosco. Este no iba, como ellos, sin un arma en la faja, resignados de antemano a recibir un escopetazo o una paliza, a que los llevasen a la cárcel de El Escorial, y de allí a presidio, sin oponer la más leve resistencia.

Detrás de la negra silueta de los pinos, los balcones del viejo desván del correo se destacaban brillantemente iluminados, y al través de sus ventanas, sin cortinas, los desocupados podían ver desde abajo las sombras de los que en aquel momento decidían de la suerte de Tennessee, y por encima de todo esto, destacándose sobre el oscuro firmamento, se alzaba majestuosa la lejana sierra, coronada de un inmenso y estrellado firmamento.

Cúrela usted, sálvela le dije a Magdalena cuando nos separamos; pero no la engañe usted más. Magdalena hizo un gesto de duda como si le quedara un débil residuo de esperanza, el cual se esforzaba por mantener. No piense usted en Oliverio y no le acuse más de lo que es razón añadí resueltamente. Le di a conocer los motivos buenos o malos que decidían la suerte de su hermana.

Uno ó dos de los hijos de Harvey se decidían con frecuencia á ir á ver á su padre á Londres, pues en Inglaterra se encontraban más en su centro que en Francia, cuyas costumbres, ideas y gustos les resultaban insufribles.

El capataz abría la boca, como si por ella fuese a escapársele el corazón, encogido por el miedo. Maltrana sentía el zumbar de su sangre en las sienes. Gruñó un perro, y el Mosco pareció tranquilizarse. Alguien estaba cerca, pero no era enemigo. Los perros anunciaban con movimientos silenciosos la proximidad de los guardas. Cuando se decidían a gruñir, era porque husmeaban gente conocida.

Y suplida con este auxiliar su carencia absoluta de nociones retóricas y hasta gramaticales, ¡quedábanle tantos estímulos que le aguijoneaban! ¡Había en el Parlamento unos detalles tan seductores para él!... Aquellos galoneados ujieres, llevando sobre la argentina bandeja el vaso de agua azucarada para el orador, tan pronto como éste comenzaba a hablar; aquellos taquígrafos, anotando, escrupulosos, cuanto se dijera y se accionara; aquellos diálogos entre la presidencia y el diputado, sobre la intención de cierta frase; aquellos discreteos entre las mismas dos potencias, con los cuales terminaba siempre el altercado; aquellas tribunas atascadas constantemente de aficionados, que seguían sin pestañear todos los incidentes de una sesión; aquellas señoras tan elegantes, entre las que podían figurar su mujer y su hija; aquellos diplomáticos, que tal vez se apresuraran a comunicar por telégrafo a sus respectivos Gobiernos el efecto de un discurso pronunciado a tiempo y de cierta manera..., no imposible para él, si se le daba punto conveniente y no mucha prisa, y por último, y sobre todo, aquel país que le contemplaba, y que al día siguiente había de comenzar a pronunciar su nombre y a enterarse del asunto y a tomarle por lo serio.... ¡Cielos, y cómo envidiaba a los que, más osados o más prácticos..., o más apremiados por las circunstancias, se lanzaban desde luego a la pelea! ¿Qué importaba allí el temple de los argumentos? ¿Qué más daba que fuesen éstos de acero que de cartón? ¿Decidían acaso las razones aquellos debates?

Beber bajo la panza amarilla y las cuatro patas extendidas de un cocodrilo, ¡pase!... Pero levantar los ojos al empinar el vaso y ver aquel serpentón que expelía moscas, mostrando á trechos el cuadriculado repelente de su piel, ¡eso nunca! Los más atrevidos sólo se decidían á entrar con la diestra cerrada y avanzando el dedo índice y el meñique en forma de cuernos, para conjurar la mala suerte.

Estaban ya a mil quinientos pasos de la cadena de peñas que limitaban la bahía, cuando los australianos, que hasta entonces los habían seguido andando a gatas, se pusieron en pie. ¿Se habían ya dado cuenta del exiguo número de sus enemigos y se decidían a asaltarlos? ¡Hans! ¡Cornelio! exclamó Van-Stael . ¡Estad muy prevenidos! Dos tiros de fusil le respondieron.

Allí muebles riquísimos, tronos de oro y de plata, y vajillas de porcelana, que era entonces menos común que ahora; allí enanos, jigantes, bufones y otros monstruos para solaz y entretenimiento de S. M.; allí cocineros y reposteros profundos y eminentes, que cuidaban de su alimento corporal, y allí no menos profundos y eminentes filósofos, poetas y jurisconsultos, que cuidaban de dar pasto a su espíritu, que concurrían a su consejo privado, que decidían las cuestiones más arduas de derecho, que aguzaban y ejercitaban el ingenio con charadas y logogrifos, y que cantaban las glorias de la dinastía en colosales epopeyas.