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Cuando Julia deshacía las envolturas se deslizó una tarjeta que Oliverio vio caer y de la cual se apoderó rápidamente; después de darle dos o tres vueltas como si tratara de apreciar los detalles fisonómicos, por decir así, de aquella blanca cartulina, leyó en voz alta: El conde Alfredo de Nièvres.

Por mucho que retroceda a través de esos recuerdos tan insignificantes en su origen, tan tumultuosos más adelante, cuyo curso remonto no sin cierta dificultad, encuentro siempre en sus acostumbrados sitios, alrededor de la mesa de tapete verde, a la luz de las lámparas, aquellos tres rostros juveniles sonrientes entonces, sin la más leve sombra de una preocupación real, y que tanto y de tan diversas maneras debían entristecer algún día, pasiones y pesadumbres; la pequeña Julia con salvajismos de niño mimado; Magdalena todavía colegiala a medias; Oliverio conversador, distraído, elegante sin pretenderlo, atildado, vestido con gusto en una época y en un medio en donde los muchachos eran ataviados lo peor posible, manejando las cartas con viveza, rápidamente, con el aplomo de un hombre que ha de jugar mucho, sabiendo lo que hace, y de pronto diez veces en dos horas tirando los naipes bostezando, diciendo: «me aburro» y yendo a ocultarse en un rincón cualquiera.

Nos separamos en París diciéndonos «hasta la vista» como se hace por lo general cuando costaría mucho esfuerzo pronunciar un adiós definitivo, pero sin prever ni el lugar ni el tiempo en que podríamos encontrarnos otra vez. Yo tenía pocos asuntos que arreglar y de ellos se encargó mi criado. Fui tan sólo a despedirme de Oliverio. Se preparaba a abandonar Francia.

No tenía más que un afán: el impetuoso deseo de substraerme de cualquier modo a la persecución de aquel único recuerdo. Lo envilecía a mi sabor, y lo desdoraba esperando, por ese medio, tornarlo indigno de ella, librarme de él a fuerza de ensuciarlo. Al salir del teatro, cuando atravesaba el vestíbulo entre un grupo de gente la voz de Oliverio. Pasó cerca de y no me vio.

Poco a poco, sin gran calor, pero con perenne ternura, me saturé de aquellas reminiscencias, el solo atractivo casi vivo que de ella me quedaba, y aun no habían pasado quince días desde la partida de Magdalena cuando aquel recuerdo invasor no se apartaba de mi mente ni un instante. Una tarde subí al cuarto de Oliverio y, como siempre, pasé por delante del de Magdalena.

Nuestras costumbres eran las de estudiantes libres a quienes sus aficiones o su posición permiten elegir, instruirse un poco, al azar, y beber en muchas fuentes antes de determinar en cuál de ellas debe el espíritu sentar sus reales en definitiva. Pocos días después, Oliverio recibió una carta de su prima, en la cual se nos invitaba a los dos a trasladarnos a Nièvres.

Oliverio observó la dirección que llevaban los carruajes y luego que el último hubo desaparecido, dijo, revelando la satisfacción de un hombre que conoce su París y que al volver lo encuentra igual que siempre: , el rey va esta noche a los Italianos.

Y bien le dijo Oliverio, ¿nos reconoces? No del todo replicó ella ingenuamente. Cuando estaba lejos de vosotros os veía de otra manera. Yo estaba como clavado en mi asiento. La miraba, la escuchaba y por mucho que ella notara en nosotros un cambio, el que yo advertía en ella era aún más efectivo y sin duda más completo, ya que no más profundo. Estaba más morena.

No diré que haga ninguna fullería, porque me parece incapaz de indignidad; pero víctimas, en el más alto sentido de la palabra, las hará. Es peligroso para los seres más débiles que él y que han nacido bajo la misma estrella. Cuando le pedí a Oliverio su juicio sobre Agustín, se limitó a responder: Siempre habrá en él algo de preceptor y algo de advenedizo.

Sin duda interrumpió Oliverio en tono de afectada indiferencia. Sin duda y con desinterés. Es todo lo que podemos desear. La boda se había concertado para fines del próximo invierno y esa época estaba ya muy cerca.