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Una tarde de color de plomo, más triste por ser de primavera y parecer de invierno, la Regenta, incorporada en el lecho, entre murallas de almohadas, sola, obscuro ya el fondo de la alcoba, donde tomaban posturas trágicas abrigos de ella y unos pantalones que don Víctor dejara allí; sin fe en el médico creyendo en no sabía qué mal incurable que no comprendían los doctores de Vetusta, tuvo de repente, como un amargor del cerebro, esta idea: «Estoy sola en el mundo». Y el mundo era plomizo, amarillento o negro según las horas, según los días; el mundo era un rumor triste, lejano, apagado, donde había canciones de niñas, monótonas, sin sentido; estrépito de ruedas que hacen temblar los cristales, rechinar las piedras y que se pierde a lo lejos como el gruñir de las olas rencorosas; el mundo era una contradanza del sol dando vueltas muy rápidas alrededor de la tierra, y esto eran los días; nada.

Entonces se oye gruñir, en el interior de la casa la voz profunda de Martín, que dice paternalmente, en tono de reproche: No hagas tonterías, Gertrudis; déjalo dormir. ¡Pero si no duerme! responde ella en el tono enfurruñado del niño a quien reprenden. Después la ventana se cierra y las voces se apagan.

La mesa está puesta, y entre el husmillo de una sabrosa sopa de anguila, queda todo en silencio, ese gran silencio de los apetitos robustos, que solamente interrumpe el feroz gruñir de los perros lamiendo a tientas sus cazuelas delante de la puerta. La velada no se prolongará mucho. Ya no quedamos junto al fuego, que también parpadea, más que el guarda y yo.

Y don Álvaro, como si lo estuviera pasando todavía, describía la obscuridad de la noche, las dificultades del escalo, los ladridos del perro, el crujir de la ventana del corredor al saltar el pestillo; y después las quejas de la cama frágil, el gruñir del jergón de gárrulas hojas de mazorca, y la protesta muda, pero enérgica, brutal de la moza, que se defendía a puñadas, a patadas, con los dientes, despertando en él, decía don Álvaro, una lascivia montaraz, desconocida, fuerte, invencible.

Los que no supieron defender a su madre cuando la echamos, señores... Y ahora... Si quiere D. Basilio, pasaremos revista a todos los personajes del alfonsismo. Vamos, vengan ratas. Don Basilio, por su gusto, se habría metido debajo de la mesa. No hacía más que morder el palillo y gruñir como un mastín que no se decide a ladrar ni quiere tampoco callarse.

Pero en seguida se probó que no andábamos equivocados en nuestras apreciaciones, pues apenas hubo cesado Bill de gruñir, cuando hacia la entrada oímos un paso rápido y el roce de un vestido empapado en agua; la puerta se abrió de par en par, y apareció una joven que, mostrándonos con su sonrisa los destellos de sus blancos dientes, y el centellear de sus ojos negros, con una carencia absoluta de toda ceremonia y timidez, entró, cerró la puerta y apoyose jadeante contra ella.

«Allá voy, muñeca; le decía es justo que después de los trabajos y fatigas del Adviento me yo mis verdes. Viejo y enfermo, este pobre cura todavía tiene ganas de subir y bajar. Además, ¡me muero por ver a mi Linilla! Buena falta me haces aquí. Francisca ya no sirve para nada; cada día está más chocha, y todo se le va en gruñir y regañar. Ni yo me escapo.

No; sin embargo, hubo un tiempo en que yo se la hubiera disputado a Marner; pero ahora es demasiado tarde. Si la niña se cayera sobre el fuego, vuestra tía es demasiado gruesa para socorrerla; no podría más que quedar sentada y gruñir como una cerda asustada.

Últimamente, después que se hubo bien desahogado, se salió de la estancia sin dejar de ladrar y gruñir y vomitar amenazas de muerte. A la segunda vez que Sánchez le presentó el cartón no se satisfizo con esto. Lo cogió airado entre los dientes y en menos de un segundo lo hizo trizas. Sánchez comprendió que era necesario esperar que se calmase aquella cólera insensata.

¡Ya, ya! volvió a gruñir el tabernero. Muy señor mío y mi dueño díjole don Simón, doblándose, descubriéndose y tendiéndole una mano; atenciones a las cuales correspondió Cuarterola tocando apenas el ala de su grasiento sombrero hongo con la extremidad del índice de su diestra, que sacó perezosamente del bolsillo, volviendo a hundirla en él en seguida.