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Es la vida espejismo de sueños y palabras, y su embriaguez me ha puesto amargor en la boca, vomitan el veneno por sus bocas macabras. Filósofo, Poeta, que mirais las cosas tristes de este mundo, uno, muy profundo, con ojos de asceta, y otro, como rosas; los dos en mi vida pusísteis un mal: uno abrió una herida, otro abrió un rosal.

Una tarde de color de plomo, más triste por ser de primavera y parecer de invierno, la Regenta, incorporada en el lecho, entre murallas de almohadas, sola, obscuro ya el fondo de la alcoba, donde tomaban posturas trágicas abrigos de ella y unos pantalones que don Víctor dejara allí; sin fe en el médico creyendo en no sabía qué mal incurable que no comprendían los doctores de Vetusta, tuvo de repente, como un amargor del cerebro, esta idea: «Estoy sola en el mundo». Y el mundo era plomizo, amarillento o negro según las horas, según los días; el mundo era un rumor triste, lejano, apagado, donde había canciones de niñas, monótonas, sin sentido; estrépito de ruedas que hacen temblar los cristales, rechinar las piedras y que se pierde a lo lejos como el gruñir de las olas rencorosas; el mundo era una contradanza del sol dando vueltas muy rápidas alrededor de la tierra, y esto eran los días; nada.

El juzgado comenzó á trabajar de lo lindo y los actuarios, particularmente el troglodita D. Casiano, se quedaban entre las uñas no sólo con las quincenas de los hijos sino también con las vacas de los padres. Sólo un vecino de la parroquia de Entralgo tocó las dulzuras de la invasión minera sin percibir el amargor, recogió las flores sin pincharse con las espinas.

Susana, por demasiado convencida de su hermosura, era de condición tan altiva, que se había hecho antipática a todas sus compañeras: Valeria, amargada del abandono y olvido en que vivía, y sin que aquel amargor se convirtiera en envidia, consideraba como un peligro su belleza, no alardeaba de bonita, sentía la incertidumbre de lo por venir, y privada de esperanzas, era humilde.

Don Alejandro, hondamente condolido de él, para dulcificarle en lo posible el amargor de las suyas y acabar de explicarse, continuó en estos términos: Yo no tengo nada que tachar en Leto, amigo mío, y mucho menos en usted: por donde quiera que se les considere, valen tanto como nosotros, más si es preciso; pero yo, como le he dicho, tenía mis planes; los vi desbaratados de repente y cuando más seguros los creía; supe la causa de ello; y ¡qué canástoles! don Adrián, hice, por de pronto, lo que hubiera hecho usted en mi caso: aislarme del peligro para pensar a solas, para discurrir sobre él... No es uno dueño de los primeros movimientos del ánimo; y la amarga sorpresa me ofuscó.

En su vida, triste, monótona, sólo la religión, el pensamiento de Dios, la promesa de la inmortalidad, de otro mundo más justo y más hermoso endulzaba un poco el amargor de las horas. Y he aquí que repentinamente desconfiaba de esta dulce promesa, dudaba de las verdades todas de la religión, hasta de la existencia de Dios.

No; Salvador no trataba de escudriñar aquella sagrada dolencia que atormentaba su espíritu con dulcísimo amargor; dejaba su pasión quieta, clavada en su vida como un dardo de fuego, única y decisiva en su destino. Le bastaba sentirla luminosa en su conciencia, ardiente y pura en su corazón.

Un castillo fingía perspectiva lejana: de rubíes y oro le forjé en mis ensueños; pero sus muros eran de arcilla... Una mañana se derrumbó el dorado castillo de mis sueños. El corazón, roído por un pesar muy hondo, se abandonó al miraje de una quimera loca; bebí, para curarme, de su copa sin fondo y su embriaguez me ha puesto amargor en la boca. Hundido en las tinieblas, muero calladamente.

Todos palmeteaban y chillaban jaleando á los bailadores. Algunos tomaron puñados de almendras de la mesa y las arrojaron al aire, cayendo como una nube sobre ellos. La novia se fatigó antes que el padrino. Esto causó gran regocijo. El viejo fué felicitado con entusiasmo. Pepa, jadeante, dijo: Que baile ahora Soledad para quitarles á ustedes el amargor de la boca.

No era muy genuino, ni muy aromático el del fondín de Venta de Baños; y con todo eso, al introducir en sus labios por vez primera la cucharilla, al sentir el leve amargor y el tibio vaho que la penetraban, experimentó Lucía hondo estremecimiento, algo como una expansión de su ser, cual si a un tiempo se abriesen sus sentidos, semejantes a capullos de arbusto que a la vez florecen todos.