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En este pequeño espacio de cielo libre, mostraba a la luz del alba los tres arcos ojivales de su fachada principal y la torre de las campanas, de enorme robustez y salientes aristas, rematada por la montera del «alcuzón», especie de tiara negra con tres coronas, que se perdía en el crepúsculo invernal nebuloso y plomizo.

La ría brillaba bajo la caricia del sol, temblando sus ondulaciones como los fragmentos de un espejo. Más allá del puente de Vizcaya, cuya plataforma iba y venía pendiente de su manojo de cables, transportando carruajes elegantes, carretas de bueyes y pasajeros llegados en el tren de Portugalete, extendíase el abra como un desgarrón del cielo, moviendo sus aguas de un azul plomizo.

Las zarpas del tío lo exponían de pie ante las bocanadas de aire salitroso que entraban por la ventana. El mar estaba obscuro y velado por una leve neblina. Brillaban las últimas estrellas con parpadeos de sorpresa, prontas á huir. En el horizonte plomizo se abría un desgarrón, enrojeciéndose por momentos, como una herida á la que afluye la sangre.

La gran culebra triste y oscura no acababa de encontrar guarida y seguía arrastrándose silenciosamente entre las sombras del crepúsculo. Los pedazos del lagarto que Pedro había matado se reflejaban aún en su lomo tembloroso y plomizo. Cuando llegó la pareja al palacio era ya noche cerrada. Fragmentos de un diario.

Mares vivas tendidas y gruesas del Nordeste, vientos duros de aquel cuadrante, intermitencias huracanadas, cielo y horizontes cerrados, barómetros bajos, completa movilidad en la aguja del aneróide; esto agregado al color plomizo de las aguas, á la pesadez de la atmósfera, que por momentos se achicaba cerrándonos los espacios, y á la menuda llovizna que constituyen la garua intertropical, nos pusieron en verdadera alarma, alarma que se justificó con las voces de mando del capitán, que desde el puente gritó: ¡listas todas las guardias! ¡aclarar aparejos! ¡listos gavieros!

El mar era casi negro, el cielo de un gris plomizo, y en las brumas del horizonte serpenteaban los rayos bajando a beber en las olas. Sintió Jaime en su rostro y en sus manos el húmedo contacto de algunas gotas de lluvia. Iba a estallar una tormenta que tal vez durase toda la noche. Los relámpagos brillaban cada vez más cerca.

Y con el orgullo de un descubridor, fue mostrando las maravillas de esta cubierta, por la que había paseado en los días anteriores, cuando el mar era de un tono lívido, el cielo plomizo y un viento cortante soplaba de proa a popa. Fíjese usted en la chimenea: esa torre amarilla y enorme, que vista de cerca casi da miedo. ¡El dinero que expele convertido en humo!

Agrandábanse los montes y se velaban los valles bajo la bruma de la mañana. Por la parte del mar, el Serantes, que guarda la desembocadura de la ría de Bilbao, recortaba sobre el cielo plomizo su mole coronada por un castillete abandonado.

Comprendía que la resolución de Ana era irrevocable». El Viernes Santo amaneció plomizo; el Magistral muy temprano, en cuanto fue de día, se asomó al balcón a consultar las nubes. «¿Llovería?

Una tarde de color de plomo, más triste por ser de primavera y parecer de invierno, la Regenta, incorporada en el lecho, entre murallas de almohadas, sola, obscuro ya el fondo de la alcoba, donde tomaban posturas trágicas abrigos de ella y unos pantalones que don Víctor dejara allí; sin fe en el médico creyendo en no sabía qué mal incurable que no comprendían los doctores de Vetusta, tuvo de repente, como un amargor del cerebro, esta idea: «Estoy sola en el mundo». Y el mundo era plomizo, amarillento o negro según las horas, según los días; el mundo era un rumor triste, lejano, apagado, donde había canciones de niñas, monótonas, sin sentido; estrépito de ruedas que hacen temblar los cristales, rechinar las piedras y que se pierde a lo lejos como el gruñir de las olas rencorosas; el mundo era una contradanza del sol dando vueltas muy rápidas alrededor de la tierra, y esto eran los días; nada.